Hemos visto imágenes y videos relativos al trato degradante que reciben personas recluidas en un gigantesco centro carcelario salvadoreño. Organizaciones y observatorios de Derechos Humanos han denunciado maltratos, torturas, detenciones masivas sin previo y debido proceso, hacinamiento y otras graves violaciones.
En lo que hace a Colombia, basta aludir a la grave situación de sobrepoblación y hacinamiento que permanece y se incrementa en las cárceles y que se ha extendido a las sedes de las estaciones de policía. La Corte Constitucional lo ha venido advirtiendo desde 1998, y lo ha reiterado en recientes fallos: en el sistema carcelario subsiste un estado de cosas inconstitucional, que no se ha solucionado. Me permito agregar: que no se soluciona proponiendo la supresión de delitos como incesto, inasistencia familiar, o injuria y calumnia, ni permitiendo que los presos salgan en el día y regresen en la noche al reclusorio.
No olvidemos que, además de las disposiciones internas, los Estados y sus agentes están obligados por las declaraciones y tratados internacionales, y deben respetar la dignidad humana y los derechos fundamentales de los reclusos, que -salvo las limitaciones y restricciones inherentes a la privación de la libertad por decisión judicial- no los pierde el condenado, y menos aún quien ha sido detenido de manera preventiva.
Téngase en cuenta que, al tenor del artículo 93 de la Constitución colombiana, los tratados y convenios internacionales que reconocen los derechos humanos y que prohíben su limitación -inclusive durante los estados de excepción-, prevalecen en el orden interno, y que los derechos y deberes consagrados en nuestra Carta Política “se interpretarán de conformidad con los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Colombia”.
Además de las declaraciones generales sobre la dignidad y los derechos de todo ser humano, la ONU ha plasmado reglas mínimas para el trato que merecen los reclusos. Y la Constitución colombiana, uno de cuyos fundamentos consiste en el respeto a la dignidad de la persona humana, consagra, entre otros, los derechos esenciales a la vida -la pena de muerte fue suprimida desde 1910-, a la salud, a la integridad física, mental y moral, al debido proceso, a la defensa y a la prueba. Prohíbe toda forma de tortura y todo trato cruel, inhumano o degradante. Igualmente, obliga a distinguir entre las personas que ya han sido condenadas de manera definitiva por sentencia judicial -allí se ha desvirtuado la presunción de inocencia- y aquellas que han sido privadas de la libertad de manera preventiva, que siguen siendo inocentes mientras no se las declare culpables. No deben estar refundidas, como hoy ocurre, tanto en centros carcelarios como en inspecciones de policía.
En fin, no debe haber impunidad, pero los Estados deben cumplir -en cuanto a los reclusos- las reglas vigentes sobre Derechos Humanos.
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