Hacia allá se orientan las instituciones estatales. La Constitución y las leyes establecen, entonces, unos principios tutelares y señalan unas reglas que deben ser cumplidas.
En el país se han venido desdibujando esos conceptos y muchas veces ocurre que las discusiones, informaciones, preocupaciones públicas y hasta trascendentales decisiones de funcionarios estatales no consultan los expresados objetivos nacionales, ni se fundan en serios y razonados debates, sino que dependen de las “tendencias” en redes sociales o de análisis mediáticos sesgados, y se desenvuelven en el terreno simplista y sensacionalista de las denominadas “bodegas” -manipuladas con orientación sectaria-, todo lo cual repercute, como es natural, en resultados dañinos para el interés de la comunidad.
Las ramas y órganos estatales deben desarrollar su actividad en el plano institucional, verificando la realidad de las cosas y colaborando entre ellas, cada cual, dentro de sus competencias y atribuciones, pero entendiendo que tienen por objeto el interés público y el bien común. Ello exige el debate respetuoso y serio, la observancia de las reglas institucionales y la responsable adopción de políticas, procesos y medidas fundadas en el previo y ponderado análisis. Es lo que reclama del Estado una sociedad como la colombiana, llena de problemas, carencias, desigualdades, necesidades y desafíos.
Ello no significa que la opinión pública no pueda manifestarse en uno u otro sentido, ni que los particulares dejemos de expresar nuestros criterios, usando los instrumentos que nos brinda la tecnología, toda vez que tanto la libre expresión como el acceso a la información y la comunicación son derechos fundamentales garantizados en el ordenamiento jurídico. Pero una cosa es el reconocimiento y la consulta de lo allí consignado -para tenerlo en cuenta como uno más de los elementos de juicio acerca de acontecimientos y opiniones-, y otra muy distinta que las grandes decisiones nacionales dependan de las redes.
Es importante que los debates en torno a procesos y decisiones se lleven a cabo con miras al interés general y sobre la base del desarrollo institucional de la función correspondiente. Lo decimos al observar que, por ejemplo, la actividad de la Fiscalía parece haber pasado de lo previsto en la Constitución -la persecución del delito- para convertirse en una abierta campaña política. Y también a propósito de la forma en que actúa el Congreso, en donde son frecuentes actitudes tales como la reiterada desintegración del quórum para impedir las votaciones de los proyectos de ley, cuando se debería votar -a favor o en contra-, pero tramitar los proyectos y ejercer la función legislativa.