Como escribió el jurista alemán Karl Loewenstein (1891-1973) en su “Teoría de la Constitución”, aunque las reformas constitucionales son absolutamente imprescindibles como adaptaciones del orden jurídico a los constantes cambios que tienen lugar en el seno de la sociedad, cada una de ellas es una especie de intervención quirúrgica en un organismo viviente y debe ser efectuada solamente cuando se requiera, con gran cuidado y extrema precaución, de suerte que no lesione ni afecte lo que denominó “el sentimiento constitucional del pueblo”. En los términos del actual constitucionalismo, diríamos que las modificaciones a una constitución -en especial si es escrita, como la nuestra- no deben ser improvisadas ni introducidas por momentáneos impulsos de coyuntura, haciendo que se convierta en un estatuto maleable y frágil. Caben únicamente -sobre la base del sostenimiento y la preservación de sus valores esenciales- cuando resulten de imperiosa necesidad para que el ordenamiento fundamental del Estado no pierda vigencia y pueda responder ante mutaciones del entorno social, económico, político, cultural, internacional, ecológico o tecnológico.
Infortunadamente, en lo que respecta a la Constitución de 1991 -reconocida y elogiada en el mundo por su valioso contenido jurídico, democrático y participativo-, las aludidas exigencias no han sido tenidas en cuenta por quienes han ejercido el poder de reforma y, por conveniencias y estímulos partidistas de cortísimo plazo, han desvalorizado la preceptiva fundamental, modificándola de manera irresponsable, sin necesidad, sin cuidado y sin medida. Desde su promulgación, a la Carta Política se le han introducido sesenta reformas -y se tramitan varias más-, que la han desvalorizado. Se han modificado y vuelto a modificar, sin necesidad alguna, numerosas disposiciones, sustituyendo, desvirtuando o haciendo inaplicables varios de sus postulados esenciales. La Constitución ha perdido estabilidad y coherencia.
Es preocupante comprobar que, a raíz de contradictorias enmiendas, se ha hecho imposible cristalizar objetivos básicos del Constituyente, como el Estado Social de Derecho, que resultó indefinidamente aplazado por el Acto Legislativo 3 de 2011, norma que lo hizo depender de la denominada “sostenibilidad fiscal”, es decir, del dictamen proferido por tecnócratas, ajenos por completo a los postulados constitucionales, a los derechos esenciales y a la justicia social. En mi criterio, esa reforma sustituyó la Constitución y, por tanto, ha debido ser declarada inexequible. Es una lástima que la Corte Constitucional haya ejercido al respecto un control débil.
Otro ejemplo de la fragilidad de nuestra Constitución lo encontramos en la figura de la reelección presidencial. Totalmente prohibida en la Constitución de 1991, salió adelante en 2004, solamente para lograr el propósito de prolongar el mandato del entonces presidente en ejercicio, rompiendo la igualdad entre los candidatos, a ciencia y paciencia del control constitucional. En 2015, otro presidente -no sin antes hacerse reelegir- propuso al Congreso eliminar de nuevo la reelección, y así se hizo. Enorme fragilidad de la Constitución Política.
Ahora se quiere reformar la Constitución, no para algo de trascendencia institucional, sino para legalizar la marihuana, con carácter “recreativo”. Vamos mal.
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