Los integrantes del Senado y la Cámara de Representantes son elegidos por el pueblo para cumplir una tarea esencial en la democracia; una función pública; una actividad regulada en la Constitución, en beneficio de toda la colectividad, no de un determinado grupo, persona o tendencia. Desde luego, cada uno de ellos tiene sus propias convicciones y criterios, y pertenece a una bancada, que asume una cierta posición frente a los proyectos presentados, y goza de libertad e independencia, pero su papel no consiste en impedir -mediante vías de hecho- que se tramiten los procesos legislativos sino en participar en ellos, deliberando y votando en el curso de los debates previstos en las normas constitucionales y regulados en el reglamento del Congreso (Ley 5 de 1992).
Lo que se espera de un legislador es, ante todo, su concepción democrática y la clara conciencia acerca de la representación que le ha sido confiada en las urnas. Como señala el artículo 133 de la Constitución, “los miembros de cuerpos colegiados de elección directa representan al pueblo, y deberán actuar consultando la justicia y el bien común. El voto de sus miembros será nominal y público, excepto en los casos que determine la ley”.
Como los diputados y concejales -y con mayor razón, dado su rango nacional- los congresistas asumen una responsabilidad que les debe ser deducida. No son empleados que se puedan dar el lujo de abstenerse de ejercer sus funciones para seguir devengando altas asignaciones, sin trabajar. Por eso, según la mencionada norma señala: “El elegido es responsable políticamente ante la sociedad y frente a sus electores del cumplimiento de las obligaciones propias de su investidura”. También deben responder disciplinaria y penalmente, si incurren en faltas de esa naturaleza.
Así, es reprochable conducta de las que algunos congresistas se ufanan, consistente en romper colectivamente el quórum, con el deliberado propósito de impedir que tengan lugar las sesiones previstas para discutir un proyecto de ley o de reforma constitucional. Esa es una falta que debería ser sancionada.
Ocurre lo mismo con las incompatibilidades e impedimentos. Deben ser expresados y considerados de manera objetiva y fundada. Los congresistas no son voceros ni representantes de intereses privados. Como lo ha sostenido la jurisprudencia de la Corte Constitucional, “la incompatibilidad significa imposibilidad jurídica de coexistencia de dos actividades. Dada la situación concreta del actual ejercicio de un cargo -como es el de congresista para el caso que nos ocupa- aquello que con la función correspondiente resulta incompatible por mandato constitucional o legal asume la forma de prohibición, de tal manera que, si en ella se incurre, el propio ordenamiento contempla la imposición de sanciones que en su forma más estricta llevan a la separación del empleo que se viene desempeñando” (Sentencia C-349 de 1994).
El interés del Congreso y de sus miembros debe ser el interés público. Ningún otro.