El Estado, según la Carta, tiene finalidades esenciales, entre ellas las de servir a la comunidad, promover la prosperidad general, hacer efectivos los derechos, garantías y libertades de los asociados, la vigencia de un orden justo y el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares. El Estado es el director general de la economía, y debe intervenir en todas las etapas del proceso económico, con el objetivo de racionalizar la economía y conseguir, como lo establece el artículo 334 de la Constitución, “el mejoramiento de la calidad de vida de los habitantes, la distribución equitativa de las oportunidades y los beneficios del desarrollo y la preservación de un ambiente sano”, así como el pleno empleo a los recursos humanos y asegurar “que todas las personas, en particular las de menores ingresos, tengan acceso efectivo al conjunto de los bienes y servicios básicos (…) promover la productividad y competitividad y el desarrollo armónico de las regiones”.
Lo ha expuesto la Corte Constitucional: “La Carta de 1991, tanto en su parte dogmática, como en su parte orgánica, configuró un Estado con amplias facultades de intervención en la economía, las cuales se materializan mediante la actuación concatenada de los poderes públicos” (Sentencia C-860/06)
Expresa que el papel estatal “comprende el derecho de las personas a realizar sus capacidades y a llevar una existencia con sentido, en un ambiente libre de miedo frente a la carencia de lo materialmente necesario e indispensable para subsistir dignamente”.
En cuanto al trabajo, señala que “se encuentra en íntima conexión con la dignidad humana, puesto que es el medio a través del cual la persona puede satisfacer sus necesidades vitales y desarrollarse de manera autónoma, razón por la cual es objeto de especial protección constitucional” (Sentencia C-793/09).
Desde luego, para alcanzar tales propósitos, el Estado debe contar con el necesario soporte financiero -es decir, un presupuesto con los recursos económicos suficientes-, lo que llevó al Congreso a expedir el Acto Legislativo 3 de 2011, que consagró el principio de “sostenibilidad fiscal”.
Ello es comprensible, aunque el texto de la reforma no fue el más afortunado, y condujo a entender la sostenibilidad fiscal -definido por la tecnocracia- como requisito y condición al que se supedita toda la actividad estatal, llegando, inclusive, a postergar indefinidamente el Estado Social de Derecho. Dice la norma que éste y la finalidad constitucional de que todas las personas, en particular las de menores ingresos, tengan acceso efectivo a los bienes y servicios básicos, solamente se alcanzarán “de manera progresiva”. En otros términos, como decían los abuelos, “quién sabe cuándo”.
Más que una reforma, esta fue una sustitución de la Constitución, aunque no lo consideró así la Corte Constitucional. Para fortuna de la interpretación sistemática, fue plasmado un parágrafo razonable: “Al interpretar el presente artículo, bajo ninguna circunstancia, autoridad alguna de naturaleza administrativa, legislativa o judicial, podrá invocar la sostenibilidad fiscal para menoscabar los derechos fundamentales, restringir su alcance o negar su protección efectiva”.