Conocemos bien cómo acostumbran actuar nuestros congresistas en el momento de legislar o de reformar la Constitución y cómo suelen moverse los gobiernos respecto a la denominada “agenda legislativa”, la mayor parte de las veces con la mira puesta en los intereses políticos de cortísimo plazo y en las conveniencias de la coyuntura, más que con ánimo de planear un esquema jurídico estable y duradero que satisfaga las expectativas de los gobernados y que solucione los grandes problemas nacionales.
Lo hemos visto en casos tan tristes como el de la reforma constitucional en relación con la justicia, auspiciada y recomendada por el Ejecutivo durante más de un año y después, habiendo sido aprobada -en violación a las reglas constitucionales- y cuando tan solo faltaba su promulgación, hundida, no menos inconstitucionalmente, como lo declaró (aunque en fallo inane) el Consejo de Estado.
Pero la lección de 2012 no fue aprendida y se tramita ahora una reforma constitucional a la que se ha dado el engañoso nombre de “equilibrio de poderes”, en el curso de cuyos debates se han escuchado aseveraciones equivocadas y conclusiones contrarias a la evidencia.
Así, se ha dicho erróneamente que los Constituyentes de 1991 fueron culpables de lo ocurrido en la administración de justicia porque crearon el Consejo Superior de la Judicatura, como si el germen de los males estuviera en las instituciones y no en las personas que ocupan los cargos. Que la llegada de juristas jóvenes a las altas corporaciones judiciales ha sido perjudicial para la administración de justicia, como si la preparación, la rectitud y la idoneidad para ejercer la magistratura dependieran de la edad, y desconociendo los invaluables aportes que a la jurisprudencia han hecho profesionales cuya juventud no ha sido incompatible con una gestión ponderada, juiciosa y responsable. O que los empleados judiciales no deben tener una representación significativa en la administración de la rama judicial.
Hasta ahora, nuestros volubles legisladores han aprobado y después cambiado y vuelto a cambiar numerosos artículos cuyo texto final es hoy totalmente incierto. Y en cada debate -ignorando el principio de consecutividad- introducen en segunda vuelta nuevos elementos de fondo, de todas maneras inconexos.
No se ve que esta improvisada enmienda vaya a consagrar -como debería ocurrir- un sistema integral y coherente que otorgue alguna certidumbre de verdadero cambio en punto al anunciado equilibrio entre las ramas y órganos del poder público. Aparte de la eliminación de la dañina figura reeleccionista -que hace once años hicieron aprobar mediante el cohecho-, no se advierte nada novedoso en los textos que se vienen votando. Ni una sola norma que garantice a los colombianos el efectivo y oportuno acceso a la administración de justicia.
En fin, según lo conocido, la reforma no muestra un rumbo trazado y definido hacia lo que debería ser un completo estatuto del poder. Están reformando sin reformar. Y todo parece indicar que, lejos de corregir actuales vicios, surgirán nuevos.