La reforma constitucional sobre equilibrio de poderes, que se aprueba en el Congreso, será la numero treinta y nueve desde la expedición de la Carta Política de 1991, que el 7 de julio próximo cumple veinticuatro años. Y tendremos la número cuarenta, si se aprueba un acto legislativo para reformar las disposiciones sobre fuero militar.
Lo que se ha visto en los últimos meses en el Congreso, al tramitar la segunda vuelta en materia de equilibrio de poderes, nos muestra que la facultad de reformar la Constitución se ejerce entre nosotros sin mayor preparación, sin verificar la relación entre las nuevas normas y las supérstites del texto que se modifica, y sin pensar tampoco en una estructura normativa armónica, que sería justamente lo que se esperaría en sana lógica cuando se trata de introducir –como lo anuncia la denominación dada al proyecto de acto legislativo- todo un sistema de frenos, contrapesos y mutuos controles que impida la concentración y el abuso del poder.
A propósito, el poder del Estado o poder público es uno solo. No son varios poderes, sino el mismo, que tiene manifestaciones. El equilibrio se establece entre las ramas y órganos de ese poder público, que tienen –o deben tener en el Estado de Derecho- funciones y competencias diferentes, asignadas por la Constitución y por las leyes. Los titulares de tales funciones y competencias han de ser independientes –cada uno marchar por la senda que le señala el ordenamiento jurídico-, sin perjuicio de la colaboración armónica entre ellos, señalada como indispensable en la doctrina y la jurisprudencia, y en la propia norma del artículo 113 de la Carta Política colombiana.
Pues bien, ese concepto, para ser posible y para corresponder al sentido propio de una constitución democrática, debe obedecer a una concepción básica, a unos grandes ejes centrales cuyo desarrollo se debería plasmar en normas jurídicas integradas entre sí como sistema. Lo que significa que, detrás de la normatividad que se establezca, existan unas directrices o lineamientos superiores, acordados o consensuados en el seno de la sociedad, y no simplemente impuestos por unas mayorías políticas fruto de fugaces acuerdos de corto plazo.
Todo ello, a su vez, exige una preparación; una ponderación; un estudio previo, y la consulta con distintos sectores sociales; con las corporaciones judiciales; con los titulares de los órganos de control; con los académicos y en general con el país.
Los temas propios del equilibrio en el interior del poder público, que tiene por objeto último la realización de los fines estatales y la satisfacción de las necesidades y objetivos de la comunidad entera dentro de esquema democrático y participativo, no son de poca monta. Son trascendentales por su enunciación misma. Los mecanismos propicios para su establecimiento en una reforma constitucional bien estructurada riñen con la improvisación y con la pequeña negociación de intereses particulares de los transitorios titulares de las funciones públicas.
Mucho me temo -lo veremos al leer el texto definitivo- que la reforma aprobada con el aludido nombre está muy lejos de corresponder a una estructura armónica e integral. Todo indica que es una reforma a medias, que pronto requerirá reforma.