Una vez más, en época pre-electoral y con una grave situación de ingobernabilidad, el Presidente Nicolás Maduro de Venezuela acude a la conocida fórmula de atacar a Colombia para buscar réditos en el orden interno.
El intempestivo cierre de la frontera entre los dos países, en donde colombianos y venezolanos viven en estos momentos una situación verdaderamente dramática, obedece sin duda al miedo de perder las elecciones que se avecinan, ya que, especialmente en el Estado del Táchira –vecino de Colombia- lo más probable es que la oposición al régimen de Maduro obtenga un triunfo apabullante que debilitaría aún más la ya de por sí insostenible situación del cuestionado gobernante. Observemos que el Presidente de la Asamblea Nacional Diosdado Cabello habló ante los medios de “una guerra que apenas comienza”.
El pretexto de Maduro es el de la existencia en su territorio de bandas paramilitares y de contrabandistas. Con gran irresponsabilidad, y sin mayores pruebas, el Presidente atribuye esa situación a colombianos, y hace uso de un instrumento extraordinario contemplado por la Constitución de Venezuela: el Estado de Excepción, es decir, la declaración de grave perturbación del orden público. Una especie de Estado de Sitio, que, en cuanto tal, significa la asunción de mayor poder del Ejecutivo en lo interno y la posibilidad de restringir las libertades y los derechos dentro del territorio venezolano. No se trata de una guerra exterior sino del equivalente a la conmoción interior de nuestro ordenamiento.
El uso de tales atribuciones puede ser todo lo válido que se quiera en el orden interno del país vecino, pero carece por completo de legitimidad en lo que toca con los derechos esenciales y las libertades de miles de personas y familias, de una y otra nacionalidad, contra las cuales no hay indicios ni pruebas de actos delictivos, ni cargo, ni proceso alguno, cuyos papeles están en regla, y que de manera indiscriminada y brutal han sido afectadas. Setecientos u ochocientos colombianos deportados en forma arbitraria; inmuebles demolidos por ser de colombianos; impedimentos absurdos a la libre circulación; niños separados de sus padres; enfermos que no pueden acudir a sus consultas y tratamientos. En fin, una situación caótica, bien distinta del orden público que se dice proteger.
Lo que se requiere ahora es un trato diplomático pero firme del gobierno colombiano, y la exigencia a Maduro de respetar las reglas del Derecho Internacional y los derechos humanos.