La paz, uno de los valores esenciales de la Constitución Política de 1991, es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento -como lo señala su artículo 22-, y es factor y condición indispensable para la convivencia, la vigencia de las instituciones, el ejercicio de todos los demás derechos, el cumplimiento de los deberes ciudadanos y la supervivencia del sistema democrático.
Por eso, que el Presidente de la República Juan Manuel Santos haya iniciado hace tres años el proceso que se adelanta en La Habana, insistiendo en él con gran constancia y a pesar de muchos obstáculos y críticas, es algo que lo enaltece. Una política de paz no es otra cosa que el desarrollo de claros mandatos constitucionales, a la vez que, en este caso, un compromiso contraído por el actual Jefe del Estado en las urnas.
Intentar el diálogo era necesario, y los hechos han demostrado que, si bien el proceso ha sido demorado y complejo, se ha llegado a aproximaciones que hasta hace poco se veían como imposibles.
Así, resultó trascendental el avance logrado cuando se anunció que se había conseguido un convenio entre las Farc y el Gobierno sobre la aplicación de la justicia transicional. No se olvide que la guerrilla comenzó los diálogos partiendo de exigir la impunidad total para los muchos delitos de sus miembros.
Pero el Gobierno se equivocó al proclamar solemnemente en La Habana -inclusive con la presencia de los presidentes de Colombia y Cuba- y después ante la Asamblea General de Naciones Unidas, que se había perfeccionado ese acuerdo sobre justicia cuando en realidad no era así, y por el contrario subsistían, como subsisten, muchas diferencias entre los enfoques oficiales y los de la guerrilla en cuanto a sus alcances e interpretación.
No está bien que voceros del Gobierno, Comisionado de paz, ministros, juristas asesores y congresistas se hayan precipitado a dar declaraciones públicas con versiones distintas e improvisadas acerca del contenido del supuesto acuerdo; que se hayan suministrado argumentos a la oposición y a los enemigos del proceso, desviando el tema central del mismo hacia la discusión sobre el fuero y el posible juzgamiento del ex presidente Uribe, y sembrando muchas inquietudes acerca de si lo anunciado el 23 de septiembre encerraba en realidad convenios de impunidad, cuando el acuerdo no está terminado y cuando la impresión inicial de todos -hasta la del gobierno norteamericano y la del Papa- fue precisamente la contraria.
Los convenios y los acuerdos, en especial si se trata de una materia tan delicada y de decisiones tan sensibles, no se deben anunciar sin que en verdad se hayan adoptado, a satisfacción de las partes y con carácter definitivo. Se debe poder mostrar su texto, para el análisis y la crítica fundamentada. Cuando no se procede en esa forma, todo -como en esta ocasión- se echa a perder.