Este viernes se cumplen 30 años desde aquel fatídico 6 de noviembre de 1985, cuando un comando del M-19, en operación que por paradoja llamaron Antonio Nariño "por los derechos humanos", asaltó a sangre y fuego el Palacio de Justicia, con la pretensión de someter a juicio al Presidente Belisario Betancur por un supuesto incumplimiento de compromisos relacionados con la paz, dando comienzo a uno de los capítulos más vergonzosos de la historia de Colombia.
El saldo fue terrible: once magistrados asesinados -entre ellos el Presidente de la Corte Suprema de Justicia, el inolvidable profesor Alfonso Reyes Echandía-; otros cien muertos, en circunstancias todavía oscuras; incontables heridos; sobrevivientes traumatizados por el terror; personas desaparecidas, y el templo de la Justicia destruido.
Desde el momento en que -para horror de los colombianos- se divulgaron los primeros datos acerca de la matanza, surgieron numerosas preguntas e inquietudes que, con el transcurso de las horas, se multiplicaron. Y hoy, después de tres décadas, son tantos los interrogantes; tantas las dudas, y de tal magnitud, que ni siquiera me atrevo a intentar su compendio en el breve espacio de esta columna.
Se dice que la justicia cojea pero llega. Este caso es prueba de la cojera -también pasa con crímenes como los de Álvaro Gómez y Luis Carlos Galán-, pero la llegada parece bien distante. Como lo manifestó en “La Voz del Derecho” el ex ministro Carlos Medellín, hijo de uno de los ilustres sacrificados, los primeros 20 años –de estos 30- se perdieron, merced a inacción, ocultamientos y pistas falsas, y solamente en estos últimos diez años han tomado cierto rumbo las investigaciones. El Fiscal Montealegre ha redoblado sus esfuerzos y se preocupa no solamente por los desaparecidos sino que ha principiado a indagar acerca de posibles torturas aplicadas tras la retoma del Palacio.
De todas maneras, hay responsabilidades de orden penal y de carácter político que todavía no se han deducido, y lo que se espera es que algún día se llegue a esclarecer lo acontecido, bien sea por la vía de las pruebas recaudadas, ya por las confesiones y declaraciones que nos deben varios de los protagonistas de esta negra historia.
En mi caso, a 30 años de la tragedia, no he podido olvidar esa grotesca imagen de un tanque de guerra ingresando al recinto de los máximos tribunales de justicia. En un Estado de Derecho.