Una escalofriante noticia del fin de semana: en Bogotá un hombre borracho y energúmeno mata a puñaladas a su joven esposa en presencia de su hijo menor, de sólo tres años. Y este es apenas un caso más.
Lo que ha venido ocurriendo en Colombia de un tiempo para acá, aun después de expedida la Ley 1761 de 2015, que contempló el delito denominado "feminicidio" como delito autónomo, es realmente grave, y la política del Estado debe ir más allá del simple aumento de penas.
La norma prevé, para el feminicidio, una pena que fluctúa entre los 250 y los 500 meses de prisión. Y busca precisamente garantizar la investigación y sanción de la violencia contra las mujeres por motivos de género o por discriminación.
Siendo plausible la Ley, su expedición no ha sido ni será suficiente. Hay muchos otros fenómenos sociales que se deben examinar, comenzando por la educación que se imparte en escuelas y colegios, y la que desde la más tierna infancia debería provenir de los mismos hogares.
Una vez más debemos reconocer que vivimos en una sociedad violenta, intolerante, agresiva. Ello se palpa a diario en muchas formas, desde la mala cara con que se atiende a las personas en las ventanillas de servicios públicos o bancarios, o en los vehículos de transporte público, pasando por el denominado "matoneo", en escuelas, colegios y empresas, hasta los casos de ataques con ácido, riñas y homicidios.
Quizá nuestro país no es el único. Hemos visto casos aterradores en España, en México, en Argentina, en Estados Unidos. Pero eso no puede tranquilizarnos sobre lo que ocurre en nuestro territorio. Toda persona debe ser respetada en su vida e integridad. Con mayor razón la mujer por el hombre, que la aventaja en fuerza y dominio, en una sociedad machista. La violencia contra la mujer no es otra cosa que cobardía.