El literal h) del artículo 1 del Acto Legislativo 1 de 2016 establecía, como una de las características del denominado “Fast track” (procedimiento abreviado), aplicable a los proyectos presentados al Congreso con el objeto de implementar los acuerdos de paz celebrados con las Farc, lo siguiente: “Los proyectos de ley y de acto legislativo solo podrán tener modificaciones siempre que se ajusten al contenido del Acuerdo Final y que cuenten con el aval previa del Gobierno nacional”.
Por su parte, el literal j) de la misma disposición decía: “En la comisión y en las plenarias se decidirá sobre la totalidad de cada proyecto, con las modificaciones avaladas por el Gobierno nacional, en una sola votación”.
Como lo dijimos varias veces, sin que el Gobierno atendiera nuestras observaciones, esas dos normas -plasmadas en una reforma constitucional- sustituían abiertamente la Carta Política de 1991, pues implicaban, ni más ni menos, la supresión del Congreso como legislador, como órgano facultado para reformar la Constitución, como ente deliberante y autónomo, como representante del pueblo –de hecho, y contra la Constitución, lo era del Gobierno-, y eso provocaba la concentración de tales funciones en cabeza del Ejecutivo. Esa normas rompían el necesario equilibrio entre las ramas del poder público y significaban que el Congreso, de legislador y órgano autorizado para ejercer el poder de reforma, pasaba a convertirse en testigo subalterno, mudo e inútil de cuanto se lo forzaba a “aprobar” sin debatir. Una "capitis diminutio máxima"
Mediante tales reglas, so pretexto de agilidad y rapidez, se supeditaban las funciones legislativa y de reforma constitucional a las imposiciones de las Farc, que en realidad disponían por conducto del Gobierno. Era grotesco –y muy triste- ver cómo, en los debates, los congresistas que se atrevían a formular o a aconsejar modificaciones a los textos de los proyectos tenían que contar con “el aval” del Ministro del Interior y someterse al Acuerdo Final de Paz como a un mandato supra constitucional inmodificable, absoluto e inmutable. Las sesiones de las comisiones y las plenarias de las cámaras eran, entonces, puras pantomimas. Vergonzosas comedias en cuyo curso se entregaba la democracia y se sacrificaba el Estado de Derecho.
La votación en bloque de un conjunto de artículos de enorme trascendencia era algo extraño al carácter eminentemente deliberativo del Congreso, cuyos miembros estaban impedidos para distinguir y para optar, frente a cada norma, entre la aprobación y el voto negativo, según el previo análisis, la convicción personal del votante, las posiciones y las conclusiones del debate. Por tanto, estábamos ante un Congreso eunuco, incapacitado para distinguir, para evaluar y para discernir acerca de cada norma propuesta, y ello resultaba esencialmente opuesto a la función de cualquier cuerpo legislativo, contrario al principio de razonabilidad y precipitaba el “pupitrazo”, como si los senadores y representantes fueran miembros de un rebaño y no de un parlamento.
De allí que, en anterior columna, habláramos del “Fast track” como de la anulación del Congreso, porque, como allí lo manifestábamos, “se convirtió al Congreso en convidado de piedra. En un cuerpo decorativo y muy costoso que no puede ejercer sus naturales atribuciones. En un escenario para exposición meramente formal, de apariencias. Porque en el futuro se dirá que todo pasó por el Congreso y que lo aprobó el Congreso, lo cual, en términos reales, no se ajusta a la verdad”.
La Corte Constitucional, afortunadamente y corrigiendo en parte los enormes vicios del procedimiento “Fast track”, ha vuelto por los fueros del Congreso y por fundamentales principios de la libertad y del sistema democrático.