La característica fundamental del Estado de Derecho consiste en la existencia de un sistema jurídico al cual se acogen quienes ejercen el poder público, de modo que no gobiernan según sus veleidades, caprichos o intereses, sino de conformidad con reglas predeterminadas y exactas en las cuales se distribuyen las competencias y funciones de cada rama y de todos los órganos estatales. Rige y es obedecida la Constitución, como garantía de la libertad, como prenda de respeto a los derechos y como norma superior definitoria de los límites que impiden el poder absoluto y el abuso de los gobernantes. Hay separación de funciones, de modo que cada órgano establecido por la Constitución tiene sus atribuciones señaladas inequívocamente, y están diseñadas las modalidades de control, con el objeto de lograr equilibrio y ponderación. Nadie, en el Estado de Derecho, goza de facultades indefinidas o implícitas.
Como la Constitución, establecida por el Constituyente originario en ejercicio de la soberanía, tiene que ir reconociendo y adaptándose a las nuevas realidades, no es irreformable. Se la puede modificar, pero solamente del modo y por los órganos que ella misma señala, dando lugar al denominado poder de reforma, una competencia delimitada por el propio texto constitucional.
Como lo expresamos varios constitucionalistas colombianos en documento del 29 de julio de 2017, en Venezuela se convocó una asamblea constituyente en abierto desacato a la Carta Política de 1999. En efecto, al proceder mediante decreto presidencial -en vez de acudir al pueblo para que el cuerpo constituyente fuera convocado mediante referendo- fueron vulnerados los artículos 5, 70, 347 y 348 de la Constitución vigente.
La Asamblea presenta, pues, un vicio de origen que es insubsanable. Además, la Constitución venezolana no contempla, para los fines de su reforma, la creación de un ente corporativista, integrado por “sectores sociales” y entidades públicas. La Asamblea, hoy ya convocada, instalada y en actividad, es inconstitucional y es ilegítima.
Por otra parte, según lo visto en estos días, la Asamblea tiene la convicción de que su poder es omnímodo. Ni sus integrantes, ni los ciudadanos, ni la comunidad internacional tienen claro cuál es el objeto, ni la competencia de la Asamblea: no se sabe si su función consiste en reformar la Constitución, ni se conoce cuál sería el temario del cual se debe ocupar, o si va a sustituir por completo el estatuto constitucional en vigor -¿o ya no rige?-.
Por su primer acto, consistente en la destitución y reemplazo de la Fiscal General Ortega -sin observancia del debido proceso, sin respetar su derecho de defensa y desplazando en forma arbitraria a la Asamblea Nacional, órgano competente para el efecto-, se entiende que, de hecho, la Constituyente pretende sustituir a la rama legislativa elegida popularmente, y eso no es nada diferente de un golpe de Estado. Sin previa modificación de la Constitución, la nueva corporación está prescindiendo de aquella, o más exactamente, la está violando, creyendo que basta su instalación para ignorar toda regla y toda competencia.
Lo dicho es suficiente para ver que se ha producido una ruptura, y muy fuerte, en la democracia venezolana. Que se ha quebrado, ojalá no de manera irreversible, el Estado de Derecho.