En columna del 13 de marzo de 2014 (*), a propósito de la sanción de destitución e inhabilidad para el desempeño de cargos públicos por espacio de quince años, impuesta por el entonces Procurador General Alejandro Ordóñez al Alcalde Mayor de Bogotá Gustavo Petro, decíamos lo siguiente:
“Esa actuación desconoce el artículo 93 de la Constitución, según el cual los derechos y libertades en ella contemplados se interpretan de conformidad con los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos ratificados por Colombia. Se olvidó que la ley puede reglamentar el ejercicio de los derechos políticos por razones de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena, solo por “juez competente, en proceso penal”. Como el procurador no es un juez, carecía de competencia en este caso y el proceso que adelantó no fue judicial, ni penal, sino puramente administrativo”.
En efecto -y así lo acaba de reiterar la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el caso Petro-, tal criterio está fundado en el artículo 23 de la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969 (Pacto de San José de Costa Rica), aprobada por Ley 16 de 1972, en el entendido de que la facultad de inhabilitar a una persona para el ejercicio de sus derechos políticos es de reserva judicial, y por tanto funcionarios administrativos, como el Procurador General de la Nación, los personeros o los contralores, no gozan de esa competencia. Ello corresponde a una concepción democrática de la mayor importancia, según la cual, como forma de protección internacional a los derechos humanos, se quiere evitar que por razones políticas, sin un debido proceso ante juez o tribunal competente, funcionarios no judiciales cercenen el derecho que nuestra Constitución consagra en el artículo 40: “…participar en la conformación, ejercicio y control del poder político”, para cuya efectividad toda persona debe poder aspirar y acceder a los cargos públicos, salvo sentencia judicial que la inhabilite en los términos de la ley, y previo un debido proceso.
En tal sentido, pensamos que los procuradores y otros funcionarios administrativos (personeros o contralores) se han excedido en el ejercicio de sus funciones, al imponer sanciones de inhabilidad política, y por tanto, los derechos de muchos, no solamente los de Gustavo Petro, sino los de destacados líderes de diferentes tendencias políticas como Piedad Córdoba o Fernando Londoño Hoyos, fueron sancionados injustamente, y han quedado ilegalmente inhabilitados por años para aspirar a cargos públicos de elección popular por decisiones administrativas arbitrarias e impuestas sin competencia.
Llama la atención, por otra parte, que en el caso de Fernando Londoño, quien bien podría haber aspirado o aspirar hoy a la presidencia de la República con sobrados títulos, hayan transcurrido tantos años sin que el Consejo de Estado haya puesto fin al proceso contencioso administrativo iniciado oportunamente.
Eso no habla bien de la democracia colombiana, cuando simultáneamente, invocando el Acuerdo de Paz, se abren las posibilidades de participación en política y hasta de aspiraciones presidenciales a personas judicialmente condenadas o sub judice por crímenes de lesa humanidad o de guerra.
(*) HERNÁNDEZ GALINDO, José Gregorio: “El caso Petro”. Columna “Punto de referencia”, publicada en LA VOZ DEL DERECHO, 13 de marzo de 2014.