A nadie le cabe duda alguna acerca de la crisis que afecta a la rama judicial del poder público, y por tanto el Estado colombiano - con independencia de quién llegue el 7 de agosto a la Casa de Nariño - está en la obligación de introducir cuanto antes una reforma que permita recuperar la confianza y la respetabilidad de nuestro sistema judicial.
No somos partidarios de la supresión de las actuales corporaciones para concentrar la máxima autoridad judicial en un solo órgano.
Esa no es la solución y creemos que, por el contrario, agravaría la crisis, incrementaría la congestión y la morosidad de la justicia y dificultaría todavía más a los colombianos el derecho de acceso a ella.
Pero sí resulta indispensable modificar a fondo las normas que hoy establecen el sistema de administración de justicia.
Entre los varios temas que deberían ser objeto de reforma -como el relativo a la selección de los magistrados y jueces, la carrera judicial, los requisitos para ser elegido, etc.- está el que se refiere a la formación de los jueces.
Sin generalizar, debemos reconocer que en la actualidad muchos jueces están mal preparados, como puede verse en muchas providencias, en las distintas especialidades, que presentan no solo protuberantes errores e inexactitudes de orden jurídico, sino gran debilidad desde el punto de vista de la lógica y la argumentación. Es frecuente, además, que se falle sin fundamentación, o sin relación alguna entre los motivos de la providencia y la decisión que en ella se plasma.
Es necesario que la ley exija, para llegar a ser juez, una preparación mínima en la rama correspondiente y en general, en el Derecho. Los futuros jueces deben recibir una formación adecuada para que puedan administrar justicia. Si ésta consiste, como decía Ulpiano, en la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo, es necesario que en el ejercicio de esa función no se improvise. Que no se llegue a juez sin una formación por cuya virtud el administrador de justicia merezca credibilidad y respetabilidad.