Estamos bastante lejos de lo que, en una auténtica democracia, se esperaría de las presentaciones públicas de los candidatos a la presidencia de la República y de los debates entre ellos.

El criterio con el cual dichas presentaciones y debates deberían adelantarse tendría que ser básicamente el de la exposición, sencilla y clara, de las ideas, proyectos y programas de todos y cada uno de los aspirantes ante la ciudadanía. Se trata de encuentros entre dos o más individuos sobre ciertos y determinados puntos, con un alto sentido intelectual, con el objeto de exponer argumentos en uno u otro sentido, fundamentando las propias posiciones y desvirtuando o refutando, también con argumentos, las posiciones contrarias. No son oportunidades para la ofensa personal, ni tienen por finalidad los mutuos reclamos de esa índole.

Los debates están dirigidos al electorado, para que cada ciudadano, con la suficiente ilustración, forme su propio concepto acerca de los enfoques y opiniones de cada candidato, así como sobre su mayor o menor capacidad y su actitud frente a los asuntos de interés colectivo,  de modo que  tome una decisión informada acerca de por quién votará en ejercicio de su derecho político.

No es lo que hemos visto en estos días a propósito de la campaña por la elección presidencial que se votará en primera vuelta el 27 de mayo. En cambio, hemos contemplado lamentables espectáculos de disputas personales entre los candidatos, quienes, en vez de serenas y respetuosas controversias sobre tantos temas discutibles o en torno a los grandes problemas nacionales, se trenzan invariablemente en peleas menores y mutuos reclamos que no conducen a ninguna parte, que desorientan a los espectadores y que buscan ante todo ridiculizar o hacer quedar mal al contrincante, no importa si lo que se afirma es verdadero o falso. Porque además se dice a gritos, con tono desaforado y desafiante, sin que, por razón de los esquemas previstos para los debates, haya un espacio razonable para la respuesta. No parecen  competencias de ideas, ni por exponer los mejores argumentos. Cada debate es un "casting" para saber quién tiene mayor ingenio en la tarea de ridiculizar y ofender al contrario.