A diario son asesinados líderes sociales, defensores de Derechos Humanos, miembros de comunidades indígenas, ex guerrilleros desmovilizados. Amenazas que se cumplen. Sin saber por qué, ni por designio de quién. Ante la más absoluta impotencia del Estado, que se limita a lamentar, a repetir que a los asesinos "les caerá todo el peso de la ley" (eso parece una burla) y que no hay nada sistemático.
El informe elaborado por el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, INDEPAZ, y las organizaciones “Cumbre Agraria Campesina Étnica y Popular” y “Marcha Patriótica” señala que del 24 de noviembre de 2016 al 20 de julio de 2019, habían muerto violentamente 627 personas: 21 en el año 2016, 208 en el 2017, 282 en el 2018 y 116 en el 2019. 92 mujeres, 535 hombres. 142 integrantes de comunidades indígenas; 55 afro descendientes; 245 campesinos, ambientalistas comunales o impulsores del Programa de Sustitución de Cultivos Ilícitos; 138 ex guerrilleros reincorporados. 36 familiares de ex guerrilleros.
Esas cifras ya están superadas por los varios crímenes cometidos en estos días.
Es una lástima que haya predominado el fetiche. Se cree y se proclama que unos textos tienen, de suyo y por sí mismos, la virtualidad de cambiar las situaciones y los hechos. Una vez más decimos que la paz es un concepto de mucha mayor amplitud y profundidad que un simple documento, por voluminoso que sea. Por ello, ante la comunidad internacional -a la cual se anunció con bombos y platillos que el Acuerdo de 2016 era, en efecto, el logro de la paz- Colombia ha quedado muy mal. Eso ha sido desmentido por la cruel realidad que nos agobia; por la violencia que nos avergüenza; por la incompetencia de las autoridades.
La emergencia proclamada por las comunidades indígenas, cuyos miembros están siendo amenazados, perseguidos y asesinados, es apenas una muestra de una muy grave situación frente a la cual el Estado perdió el control hace mucho tiempo.