Aunque los efectos económicos y sociales de la pandemia tengan el mismo origen, no sería correcto priorizar soluciones económicas sobre las sociales; y si fuere imperativo, las sociales estarían por encima de las económicas.
Pues, nos tienen convencidos de que, en una situación de crisis, lo primero que hay que salvar son las empresas. En ese propósito, los gobiernos disponen su arsenal fiscal, tributario y crediticio. Claro, es así desde la óptica capitalista. A ello se debe que la solución más recurrente sea menoscabar el ingreso de los trabajadores dizque para salvar “la salud” de la empresa. La empresa no se enferma, y si se dice como alegoría de su estado financiero, debe entenderse que está ‘enferma’ por contagio de sus enfermos trabajadores.
Conclusión: sánese el trabajador y se sanará la empresa.
La abundante literatura laboral, y las movilizaciones sociales, nos informan sobre los males del trabajador que contagian la empresa afectando su productividad, extendiéndose al país que se vuelve ineficiente, interna y externamente. Esa falencia, propia del capitalismo, llama desigualdad, y es endémica.
Los trabajadores son la empresa, o sea que esforzarse en mejorar a las personas es fortalecer la empresa; y está claro que la verdadera salud de la empresa es el resultado de la felicidad y motivación de sus trabajadores. No sería necesario decir nada más, si no fuera porque queda muy poética la síntesis. Agreguemos, entonces, que el bienestar laboral es fruto de las condiciones de trabajo, el salario y sus incrementos periódicos, los incentivos, la flexibilidad horaria, ganancias por rendimientos adicionales y beneficios sociales.
Se de un caso, debe haber miles de pequeños negocios de 1 a 50 trabajadores que van saliendo a flote del maremágnum sanitario gracias a esa ‘dieta alimenticia’. Nadie querría que a una empresa tan buena papa con uno, le vaya mal.
Así que, cuando un barco hace agua, el daño no está en las velas sino en cubierta.
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