Los derechos fundamentales -que lo son en cuanto inherentes a la esencia de la persona humana- no se tienen a partir de su consagración en norma positiva. Si así fuera, bastaría derogar la disposición que consagra derechos básicos como la igualdad, la libertad, el debido proceso o la libre expresión para que no pudieran ser reclamados, protegidos o reivindicados. Que algunos sistemas jurídicos -afortunadamente, cada vez menos- contemplen todavía la pena de muerte, no significa que el derecho a la vida deje de ser el primero y básico de los derechos fundamentales.
Es lo mismo que dice la Enmienda IX de la Constitución de los Estados Unidos: “No por el hecho de que la Constitución enumera ciertos derechos ha de entenderse que niega o menosprecia otros que retiene el pueblo”, o el artículo 94 de la colombiana: “La enunciación de los derechos y garantías contenidos en la Constitución y en los convenios internacionales vigentes, no debe entenderse como negación de otros que, siendo inherentes a la persona humana, no figuren expresamente en ellos”.
De la naturaleza racional del ser humano se deriva la capacidad de discernir, distinguir, valorar, disentir, aceptar o no aceptar, discrepar, estar o no de acuerdo con algo. Y, claro está, de esa misma naturaleza y de la esencial tendencia humana a la libertad se deriva el derecho de expresar, individual o colectivamente, en privado y en público, lo que se piensa, se quiere, se busca o se reclama. Por eso, protestar, manifestarse en contra o a favor, oponerse, criticar, reclamar, discutir, proponer, denunciar, es algo connatural a la condición humana, y se da -por supuesto- en toda agrupación, asociación o conglomerado, con mayor razón en una democracia -en la cual el pueblo es soberano- y respecto a los intereses, derechos y necesidades colectivas. La Carta Magna, las declaraciones de derechos -Petition of Rights, Bill of Rights, Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, las traicionadas Capitulaciones de los Comuneros- tuvieron origen en el ejercicio del derecho a la protesta, en la formulación de reclamos y reivindicaciones. Sin contar con el previo beneplácito de los gobernantes, y -más aún- contra sus abusos y excesos.
Ahora bien, la Constitución colombiana garantiza los derechos a la libre expresión del pensamiento y opiniones, la libertad de reunión y manifestación pública y pacífica, así como los derechos de la oposición política, entre los cuales está el ejercicio libre de la función crítica frente al Gobierno y la opción de plantear y desarrollar alternativas políticas, derechos todos ellos que no podrían ser ejercidos si para tal efecto tuvieran que contar con la anuencia, la autorización o el permiso del gobierno o de la administración.
El derecho a la protesta sí está garantizado, en la Constitución y en los Tratados Internacionales. Debe ser protegido -no perseguido, ni sancionado- por las autoridades. Otra cosa distinta es la violencia y la barbarie, que no son derechos. Es un exabrupto que, para evitar tales abusos, se quiera hacer inane o inexistente el derecho a la protesta.
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