Editoriales (852)

INTERCEPTACIONES S.A.

19 Feb 2008
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En momentos en que el Presidente Bush, en los Estados Unidos, manifiesta su preocupación por el hecho de que el Congreso norteamericano no haya aprobado la prórroga de la ley que consagra el programa de espionaje telefónico y de correo electrónico, en el que su administración cifra buena parte de la estrategia en la lucha contra el terrorismo, sin pensar en los derechos fundamentales, en Colombia están a la orden del día, y no sólo sin necesidad de ley sino contra la ley, las interceptaciones telefónicas.

 

Si está “chuzado” el teléfono del Presidente de la República, no podemos esperar cosa distinta los demás ciudadanos, completamente indefensos ante la actividad de personas u organizaciones desconocidas que han puesto a prueba y en ridículo  todos los mecanismos técnicos, administrativos y jurídicos que permitan preservar el derecho a la intimidad y la inviolabilidad de las comunicaciones.

 

Aunque la Procuraduría acaba de destituir a un general y a varios oficiales de la Policía por las interceptaciones descubiertas el año anterior, lo cierto es que acerca de ellas, y sobre quién las ordenó y para qué, no existe mayor claridad. Además, nada nos permite afirmar que allí estén los únicos interceptadores de comunicaciones privadas, y por el contrario, todo parece indicar que esa es una práctica muy extendida en distintos organismos, desde luego sin aplicar el precepto constitucional. Quienes interceptan y almacenan las grabaciones las tienen bien clasificadas y se dan el lujo de seleccionar aquellas que interesan quién sabe a qué propósitos, para difundirlas a través de los medios de comunicación, que se convierten sin quererlo en instrumentos para el logro de designios ocultos, es decir  -y ello es preocupante-,  los medios están siendo manipulados por cerebros anónimos.

 

Da la impresión de que estamos ante una verdadera industria, cuya actividad se desenvuelve en las sombras pero en completa libertad, y en virtud de ella se ha quedado escrita la garantía constitucional a cuyo tenor “la correspondencia y demás formas de comunicación privada son inviolables”, pues la práctica demuestra que, por el contrario, resultan demasiado vulnerables. Nadie está seguro de su esfera de privacidad, y esto genera un alto grado de desconfianza en los aparatos telefónicos, en especial los más sofisticados, lo que produce a su vez la extraña consecuencia de que, en lugar de unir, alejan a las personas. La tecnología, usada en contra del ser humano.

 

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Es insólita la decisión del Ministro de Agricultura de cambiar abruptamente la destinación de un terreno que estaba previsto para solucionar al menos en parte los problemas de los miles de desplazados por la violencia de los paramilitares y la guerrilla, y entregarlo en concesión por 50 años a empresarios privados.

Nos preguntamos si esta actitud del Gobierno corresponde a la que se esperaría de los organismos oficiales en un Estado Social de Derecho y si sería necesario acudir de nuevo a la tutela para garantizar, ante semejante exabrupto, los derechos fundamentales de las familias desplazadas, como lo ha expresado el Procurador.

Obviamente, también cabe preguntar si esta no es otra forma  -adicional, como si tuviéramos pocas-  de verdadera violencia contra los más desprotegidos.

El Estado, que no evitó ni contuvo los hechos de terrorismo y muerte que dieron lugar al desplazamiento, tiene que asumir ahora su responsabilidad, y al menos cumplir  -como lo ha expresado la jurisprudencia-  con procurar la reparación de los perjuicios causados  -no se nos olvide que los desplazados son víctimas-,  y con la atención de sus más inmediatas y elementales necesidades en materia de salud, educación, agua potable, vivienda, para lo cual debe desplegar una actividad que no implica hacerles favores ni otorgarles dádivas. Se trata de derechos inalienables que están siendo violados de manera contínua, inclusive por los agentes estatales, como ocurre en esta ocasión, a menos que el Ministerio procediera a sustituir, en beneficio efectivo de las familias desplazadas, las tierras de las que, por una política contraria al orden justo que la Constitución proclama, han sido despojadas.

Diríase que estas familias han sido desplazadas dos veces, primero por los violentos, y ahora por el propio Estado.

Es el caso, como propone el Ministerio Público, de la revocatoria directa de los actos que abren la licitación, por violación flagrante de la Constitución y la ley, y por agravio injustificado a unas personas.

Ahora bien, si lo que alega el Ministro es que los desplazados carecen de recursos para lograr la productividad de la tierra en Carimagua, la Constitución obliga al Estado a dictar disposiciones en materia crediticia para reglamentar las condiciones especiales del crédito agropecuario (Art. 66), toda vez que los organismos competentes no se liberan de su obligación respecto de los desplazados haciéndoles entrega de la tierra sin otorgarles posibilidades especiales, adecuadas a sus necesidades, en el acceso a los recursos que necesitan.

El artículo 13 de la Constitución establece por otra parte: "El Estado promoverá las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva y adoptará medidas en favor de grupos discriminados o marginados", y además "protegerá especialmente a aquellas personas que por su condición económica (...) se encuentren en circunstancia de debilidad manifiesta". Pero el principio que aplica el Ministro Arias es otro: "Apoyar a los que tienen recursos, por tenerlos, y no a los pobres, precisamente porque son pobres".

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Es insólita la decisión del Ministro de Agricultura de cambiar abruptamente la destinación de “Carimagua”, un terreno de 17.000 hectáreas ubicado en el Departamento del Meta, que estaba previsto para solucionar al menos en parte los problemas de los miles de desplazados por la violencia de los paramilitares y la guerrilla, y entregarlo en concesión por 50 años a empresarios de palma, caucho y madera.

La Gobernación del Meta ya había preseleccionado a las primeras familias que se beneficiarían con esa tierra, las cuales ahora quedan desamparadas, ante una determinación oficial inexplicable, en desarrollo de la cual ya se abrió en diciembre pasado la licitación para entregar el terreno a los inversionistas.

Nos preguntamos si esta actitud del Gobierno corresponde a la que se esperaría de los organismos oficiales en un Estado Social de Derecho y si sería necesario acudir de nuevo a la acción de tutela para garantizar, ante semejante exabrupto, los derechos fundamentales de las familias desplazadas, como lo ha expresado el Procurador.

Obviamente, también cabe preguntar si esta no es otra forma  -adicional, como si tuviéramos pocas-  de verdadera violencia contra los más desprotegidos.

El Estado, que no evitó ni contuvo los hechos de terrorismo y muerte que dieron lugar al desplazamiento, tiene que asumir ahora su responsabilidad, y al menos cumplir  -como lo ha expresado la jurisprudencia-  con procurar la reparación de los perjuicios causados  -no se nos olvide que los desplazados son víctimas-,  y con la atención de sus más inmediatas y elementales necesidades en materia de salud, educación, agua potable, vivienda, para lo cual debe desplegar una actividad que no implica hacerles favores ni otorgarles dádivas. Se trata de derechos inalienables que están siendo violados de manera contínua, inclusive por los agentes estatales, como ocurre en esta ocasión, a menos que el Ministerio y el Incoder procedieran a sustituir, en beneficio efectivo de las familias desplazadas, las tierras de las que, por una política contraria al orden justo que la Constitución proclama, han sido despojadas.

Diríase que estas familias han sido desplazadas dos veces, primero por los violentos, y ahora por el propio Estado.

Es el caso, como propone el Ministerio Público, de la revocatoria directa de los actos que abren la licitación, por violación flagrante de la Constitución y la ley, y por agravio injustificado a unas personas.

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PARA MEDITAR

06 Feb 2008
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Es indudable que la marcha llevada a cabo el pasado 4 de febrero, dada su magnitud y su carácter espontáneo, marcó un hito en lo que se refiere a la participación directa del pueblo en la formulación de pautas o criterios sobre la acción futura de la sociedad y del Estado.

 

En efecto, si bien es cierto la marcha no se canalizó por la vía formal, prevista en la Constitución, de un referendo o de un plebiscito, y ni siquiera se la trató como una consulta popular acerca de decisiones de trascendencia, dio lugar a unas consecuencias importantes. Nacida del interior mismo de la colectividad y con el carácter específico de presencia popular física -no a través de votación-, no provino de ninguna de las fuentes propicias para el uso de cualquiera de tales mecanismos de participación, pero la ciudadanía se lanzó sin titubeos a las calles y a las plazas, y su rechazo a la violencia de los grupos armados -en especial las FARC- fue explícito, contundente y terminante.

 

Ello significa que, aun no existiendo propiamente un mandato popular con alcance jurídico -no es lo mismo que haber aprobado una norma legal o constitucional en las urnas-, es evidente que la marcha sí produjo efectos políticos, toda vez que la movilización de masas implicó la transmisión de un mensaje claro y perentorio, en principio dirigido a los violentos con miras a obtener el cese de sus actividades terroristas, notificándolos de paso acerca de la repugnancia provocada por ellas y , por ende, sobre la carencia absoluta de representación del pueblo en su cabeza (aunque invocan pomposamente el slogan según el cual son "el ejército del pueblo"), pero con  copia -como en las cartas de gerencia- al Estado colombiano y a la comunidad internacional.  A esta última se le hizo saber que bajo la expresión  “FARC” no hay sino una organización terrorista violadora de derechos humanos, y que como tal la tiene el pueblo colombiano. A aquél se le trazó una directriz: buscar la libertad de los secuestrados, pero por medios pacíficos, ya que la marcha estuvo específicamente dirigida a rechazar la violencia, en todas sus formas, sin que a esa condena pueda escapar la proveniente de las agencias estatales. Aunque no fue general que se tomara la marcha como una forma de apoyo a un acuerdo humanitario, fueron muchos los que lo proclamaron, y a decir verdad no hubo consignas en su contra.

 

Entonces, la comunidad misma debe meditar, y en particular tiene que hacerlo el Gobierno, pese a no hallarse ante una norma jurídica vinculante, pues  políticamente tiene ante sí un hecho creado cuyas repercusiones, debidamente evaluadas en ese terreno, le permiten concluir hacia dónde señala la brújula de la voluntad popular, que, con todo y lo voluble y variable que es -por su naturaleza-, ha dejado oír su voz con claridad, y eso no puede caer en el vacío.

 

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