Editoriales (852)

LA JUSTICIA

10 Jul 2012
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POR JOSE GREGORIO HERNANDEZ GALINDO

El Gobierno ha descubierto tardíamente una verdad que muchos reiteramos durante el último año y que ahora pone de presente con toda razón la nueva Ministra de Justicia, doctora Ruth Stella Correa, quien conoce a cabalidad los graves problemas de su sector y es capaz de analizarlos con la suficiente objetividad: que no era ni es necesario modificar la Constitución Política para brindar a los colombianos elementos institucionales que les permitan tener un acceso real, efectivo y oportuno a los estrados judiciales.
 
Como resulta de lo expresado con claridad por la Ministra, una sentencia dictada tras diez años de proceso es completamente inútil y significa, ni más ni menos, una injusticia.
 
Son muchos los temas que han de ser tratados, y consideramos que la importancia del asunto reclama que se piensen y preparen los proyectos de normas y programas con la debida calma y previo estudio juicioso y ponderado, lejos de las presiones impuestas por el afán presidencial de dejar plasmado algo, sea lo que sea, pues fue ese el motivo de la improvisación en el inmediato pasado.
Obviamente, este es un desafío para la nueva funcionaria. Habrá que oír y debatir muchas ideas, propuestas y contrapropuestas.
 
Entre otras cosas, sugerimos considerar medidas de emergencia judicial, en lugar de privatizar la justicia. Son necesarios mayores recursos, y se debe ampliar la planta de jueces encargados de descongestionar los despachos; planificar un programa practicable y un cronograma de adopción de decisiones en unos plazos improrrogables; propiciar las formas de conciliación hoy previstas en las normas, y, en lo no previsto, tramitar proyectos de leyes estatutarias que hagan efectivos los términos y que faciliten las soluciones de numerosos litigios mediante transacción o acuerdo.
 
Desde luego, se debe preservar la autonomía de la Rama Judicial, y mediante disposiciones estatutarias y por medidas que adopten los mismos magistrados, se pueden corregir, sin necesidad de suprimir la Institución, varios de los problemas que presenta la actividad del Consejo Superior de la Judicatura.
 
El Gobierno, de todas maneras, está en mora de plantear al país  -para que la discutan no sólo los congresistas sino las altas corporaciones judiciales, los académicos, los jueces, los empleados de la Rama Judicial, los abogados y la ciudadanía-  una verdadera política del Estado en materia criminal, ya que la convivencia de varios sistemas penales improvisados ha conducido a la ineficacia, a la impunidad y a la corrupción. Y es importante también que, desde las Cortes, se tracen directrices interpretativas a los jueces y fiscales. No es normal lo que está ocurriendo, por ejemplo, con la libertad de las personas: unas libres a pesar de su evidente peligro para la sociedad, y otras privadas de su libertad aunque sean inofensivas.
 
Además, se debe insistir en una mejor formación de nuestros jueces, muchos de los cuales, según se observa en sus decisiones, carecen de las más elementales bases jurídicas en materia probatoria, en el campo procesal y en el Derecho sustantivo.
 
Y es urgente poner freno, en normas legales, a las tácticas dilatorias que emplean muchos abogados, así como a la inadmisible mora judicial, que debe ser sancionada.
 
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LA REVOCATORIA DEL CONGRESO

09 Jul 2012
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Escrito por

POR JOSE GREGORIO HERNANDEZ GALINDO

Ha comenzado a hacer camino una propuesta cuyo origen no es ajeno al Congreso. La han impulsado algunos de sus miembros y organizaciones de ciudadanos inconformes con la manera como se viene actuando en las cámaras legislativas: una enmienda constitucional por la vía de referendo con el objeto de hacer posible la revocatoria del Congreso.

Ocurre que el monumental escándalo ocasionado por la aprobación del proyecto gubernamental de reforma a la justicia ha rebosado la copa de la paciencia colectiva, y lo que al principio fue una recolección de firmas encaminadas a derogar el Acto Legislativo (art. 377 de la Constitución) ha tenido que cambiar de rumbo ante la situación de hecho creada por la no promulgación, las objeciones presidenciales y el extemporáneo pero real archivo del texto aprobado -aun con todas las inconstitucionalidades que acusó ese vergonzoso trámite-, toda vez que: a) No cabría la derogación de una norma que no está vigente; b) La disposición constitucional en mención prevé la solicitud del referendo por iniciativa popular dentro de los seis meses siguientes a la promulgación del Acto Legislativo, lo que en este caso no ocurrió; c) La Registraduría Nacional del Estado Civil no parece inclinada a tramitar un referendo de esa naturaleza, por sustracción de materia.

Así las cosas, aunque muchos insisten en el referendo derogatorio, se han intentado otras vías, como la formulación de demandas -ya hay al menos dos presentadas- ante la Corte Constitucional, orientadas a que ese Tribunal defina si lo que se hizo se ajustó a las prescripciones de la Carta Política. Aunque no es probable que la Corte admita las demandas por cuanto su jurisprudencia dice que las normas sólo pueden ser objeto de la acción pública si están vigentes, los constitucionalistas ya nos estamos acostumbrando a que en Colombia se adoptan las decisiones más extrañas, aun con mucha jurisprudencia de por medio en contra, y existen -y si no existen se las inventan- teorías jurídicas para apoyar lo que se quiera apoyar. Recordemos las de los doctores Eduardo Montealegre y Fernando Carrillo en el caso de la misma reforma a la justicia, que modificaron varios principios jurídicos de primer orden.

Al margen y entre paréntesis, una inquietud: ¿qué vamos a hacer los profesores de Introducción al Derecho, de Derecho Constitucional y de Derecho Administrativo, que habíamos enseñado a nuestros estudiantes que, en el campo jurídico, las cosas se deshacen como se hacen; que los servidores públicos únicamente pueden hacer aquello que les está expresamente permitido y no -como sostuvieron los nuevos sabios- todo lo que no esté prohibido; que cuando no hay vacío normativo no cabe la analogía sino que debe aplicarse la norma vigente; que no es correcto reformar la Constitución -pienso en el Acto Legislativo 1 de 2011- para quitarse de encima los impedimentos por conflicto de intereses, pues hasta para votar esa norma estaban los congresistas incursos en conflicto de intereses; que el Gobierno no puede, ni en lógica ni en Derecho, objetar por inconveniencia un texto que aprueba lo que él mismo presentó; que nadie -ni siquiera el Presidente de la República- puede invocar válidamente su propia culpa para lograr algo; que no es necesaria la sanción presidencial para la entrada en vigencia de los actos reformatorios de la Constitución, ni caben las objeciones a su respecto, porque el Presidente de la República no es el llamado a reformar la Constitución, ni existe el veto en nuestro sistema jurídico, ni los poderes implícitos; que las normas especiales prevalecen sobre las generales, motivo por el cual, si la Constitución contempla unas disposiciones específicas, en las que no hay vacío, para el trámite de reformas constitucionales (Art. 375 C.Pol.), no prevalecen sobre ellas las normas generales referidas a las leyes; que la Constitución exige dos períodos consecutivos de sesiones ordinarias para todo lo referente a reformas constitucionales por la vía de actos legislativos; que las sesiones del Congreso por fuera de las condiciones constitucionales no producen efecto alguno, los actos que aprueben son ineficaces y quienes participen en esas sesiones serán sancionados (art. 149 C.Pol.), que la inviolabilidad del voto de los congresistas no los exonera de responsabilidad, pues no se trata de una prerrogativa de impunidad, ni puede entenderse como absoluta; que el fin, por bueno que sea -como en este caso, la no entrada en vigencia del Acto Legislativo reformatorio de la justicia-, no justifica los medios; que no por ser el Presidente de la República el Jefe del Estado puede pasar por encima de la Constitución; que Colombia, en fin, es un Estado de Derecho.., y otros conceptos que me abstengo de exponer para no hacer este escrito interminable? ¿Vamos a tener que decir a nuestros alumnos que todo eso que les habíamos transmitido es falso? ¿Que les dijimos mentiras? ¿Que nos retractamos, contra nuestra conciencia jurídica? No. Ante esa disyuntiva, preferiría renunciar. De modo que seguiré enseñando lo que siempre enseñé.

Ahora bien, cierro paréntesis y regreso al tema inicial: ¿es viable constitucionalmente una reforma por referendo para incluir a los congresistas en la institución de revocatoria del mandato, inherente a la democracia participativa?

En mi concepto, sí es posible, y sería mucho más lógico y de todas maneras conveniente en alto grado si hemos llegado a la madurez de una genuina democracia participativa. Pero no se debe confundir esa reforma con una revocatoria del mandato para los congresistas por referendo. Una cosa es modificar la Constitución para que en sus disposiciones se contemple esa posibilidad, y otra cosa muy distinta es pensar que se convoque al pueblo a un referendo para revocar al Congreso, sin esa enmienda constitucional previa, por cuanto esto último no está permitido en la Constitución de 1991. Allí sólo se habló de revocatoria del mandato para gobernadores y alcaldes. Nada más. Aunque, si seguimos a Rousseau, todos los elegidos por el pueblo, a los cuales los votantes han conferido mandato -incluidos entre nosotros el Presidente y el Vicepresidente de la República, los congresistas, los diputados, los concejales y los ediles- deberían poder ser revocados para ser coherentes con lo proclamado en el artículo 3 de la Constitución, que habla de la soberanía popular. Pero, hoy por hoy, las normas constitucionales vigentes no lo estipulan ni lo desarrollan.

Entonces, es preciso modificar la actual disposición constitucional, por la vía de referendo preferiblemente; permitir en ella que el pueblo pueda revocar el mandato de los congresistas, y allí sí, una vez existente la facultad constitucional, proceder a tramitar la revocatoria.

Advirtamos también que, tal como está redactado el artículo 378 de la Constitución, se requiere, para convocar un referendo, una ley aprobada por el Congreso, con mayoría calificada, y según el artículo 241-2, esa ley debe ser revisada por la Corte Constitucional antes del pronunciamiento popular.

El camino no es fácil, ni corto, pero bien vale la pena recorrerlo, para profundizar nuestra democracia participativa. Y sería un buen gesto del Congreso -que lo enaltecería- expedir la ley correspondiente, para dar la palabra al pueblo. 

 

 

 

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Por Ludovico Ariosto

Aunque, a decir verdad, no tenemos en las encuestas una fe ciega porque no siempre reflejan con fidelidad lo que verdaderamente ocurre en el seno de la sociedad –en especial cuando está de por medio una decisión política de trascendencia,  y además son manipulables-, la divulgada el jueves por la firma Gallup, confrontada con lo que pudimos palpar directamente los observadores a lo largo de los dos últimos meses, se aproxima mucho a la exactitud.
Lo que esos datos nos muestran es una realidad que debería ser tenida muy en cuenta por quienes ejercen el poder en Colombia, y provocar en el interior de los palacios –el de Nariño y el de Justicia- y en el Capitolio Nacional profundas reflexiones, introspecciones, tomas de conciencia y auto-crítica, que los actuales funcionarios deberían asumir con menos hipocrecía y mayor humildad republicana.
Lo que se está viendo es muy grave para la institucionalidad, y se enuncia fácilmente: los principales órganos del poder público y los partidos políticos han perdido credibilidad. La gente desconfía de la mayoría de ellos. Ya no es tan fácil engañar a la sociedad con mentiras –piadosas o de las otras-, con vanas promesas, con discursos, con intervenciones del Presidente en televisión, ni con teorías novedosas.
Lo ocurrido con el acusado desbarajuste en la seguridad y el incremento de la violencia, desde hace varios meses; el declive, ya innegable, de la economía; el auge de la corrupción; la inexistencia de un norte en los programas sociales del Gobierno –que no se deben confundir con la demagogia-; la carencia de unas políticas públicas en muchos frentes; la crisis gravísima del sistema de salud; la ausencia de un plan coordinado y coherente en materia legislativa –que no se debe confundir con la expedición a pupitrazo de muchas leyes-; la falsa noticia de la disminución del número de pobres solamente porque modificaron el índice por encima del cual una persona o una familia no son calificadas en ese rango…, todo eso, unido a la extendida  impresión de que el Jefe del Estado y sus ministros creen que todos los colombianos somos retrasados mentales, han sembrado el germen de la desconfianza, que si es delicado hablando de relaciones entre las parejas, resulta funesto en la vida del Estado y del Gobierno,  y mina por su base la estabilidad democrática en cualquier país del mundo.
Del Congreso, ni se diga. Ya se está hablando en todas partes de su revocatoria, aunque sabemos que no la contempla la Constitución. Pero como aquí ya no importa lo que diga la Constitución sino lo que opinen los asesores tardíos del Ejecutivo, debemos decir que todo es posible.
Y las altas corporaciones, que son las cabezas de la Administración de Justicia. ¿Qué les está pasando a sus magistrados, hasta hace ocho o nueve años llenos de prestigio y credibilidad? ¿Por qué han decidido entregar su independencia a cambio del aumento en sus períodos o del incremento en la edad de retiro forzoso? ¿Por qué aceptan postulaciones del Gobierno para nuevos cargos? ¿Por qué se inclinan reverentes o guardan silencio ante decisiones inconstitucionales? Se salvan quizá la mayoría de los magistrados del Consejo de Estado, que desde el principio se opusieron a algo tan lesivo de las instituciones como el proyecto de reforma a la Justicia.
Es para pensarlo. El monumental escándalo generado por la aprobación inconveniente y laxa del proyecto gubernamental de reforma a la Justicia y su posterior, extemporáneo  e inconstitucional archivo…solamente fue la gota que rebosó la copa. Están creciendo las masas de indignados en Colombia. Repetimos: ¡ Ojalá reflexionen en los palacios y en el Capitolio!
 
 
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COLAPSO EN LA SALUD

12 Jun 2012
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Por José Gregorio Hernández Galindo

Director de ELEMENTOS DE JUICIO

Ha quedado claro para el Gobierno, para la opinión y para todos los usuarios que el sistema de salud actualmente vigente en Colombia  se encuentra en crisis. Y no parece que sea ella transitoria, o superable, sino definitiva.

 

Sobre las graves falencias de este desafortunado esquema ha venido advirtiendo desde hace varios años la Corte Constitucional, en una de cuyas últimas audiencias pudo concluirse que, tal como están las cosas, se ha convertido en un negocio lo que en el Estado Social de Derecho tendría que ser un servicio público al alcance de todas las personas.

 

La magnitud del problema es de tales características que ya prácticamente se ha salido de control, y no se ve que en el corto plazo pueda haber alguna solución viable y efectiva.

 

Al respecto no se necesitan muchos estudios técnicos o económicos, ya que la crisis está ampliamente diagnosticada, y la salud en el país prácticamente desahuciada.

 

La vida diaria ofrece miles de ejemplos, cuando las EPS niegan a los usuarios los servicios más elementales, y cuando las tutelas, en su mayor parte, tienen que ser concedidas por los jueces respecto a medicamentos, intervenciones y tratamientos incluidos en el Plan Obligatorio de Salud.

Ante las últimas estadísticas, ha quedado derrotada la tesis esgrimida por los intermediarios, según la cual las tutelas se conceden sólo para servicios cosméticos o estéticos.

 

No. En su mayoría, se están concediendo para lo más indispensable con miras a salvaguardar la salud y la vida de las personas.¿Qué sería de mucha gente en este país de no haber sido por la acción de tutela y por el que muchos critican sin razón y que denominan "activismo de los jueces"?

El "paseo de la muerte" no ha cesado, y es muy frecuente encontrar que una persona fallece a las puertas de un centro asistencial esperando a ser atendida después de un recorrido fatal por otros que no la han aceptado. Y se cuentan por miles los casos en que las enfermedades avanzan y se convierten en mortales por la falta de un diagnóstico oportuno, por la cita tardía y ya inútil, o por la receta de medicamentos ineficaces, a la que se ve obligado el médico merced a imposiciones de la EPS respectiva.

La Ley 100 de 1993 y sus cientos de decretos reglamentarios, resoluciones y circulares plasman un ordenamiento tan complicado que resulta incomprensible para los especialistas en el tema. Tanto peor para el enfermo, para el afiliado a la seguridad social, para los mismos médicos. Ese laberinto normativo está compuesto por expresiones y siglas extrañas, y por vericuetos que, en vez de facilitar la adecuada atención, suelen mostrar a las entidades responsables los caminos "jurídicos" para sacrificar los derechos del paciente.

 

Hasta ahora, las medidas adoptadas por el Gobierno e inclusive las consignadas en normas legales recientes no han permitido una verdadera reestructuración, e inclusive puede sostenerse que han contribuido a agravar la situación existente. Pero los aportes sí se recaudan y se dice, sin embargo, que el sistema está desfinanciado.

 

Se puede afirmar sin temor a equivocarse que el sistema de salud consagrado en las disposiciones vigentes ha colapsado.

 

Lo que debemos preguntar al Ejecutivo es si tiene ya clara conciencia sobre las verdaderas dimensiones de la catástrofe en salud; si considera que ha llegado el momento de replantear el sistema, no parcialmente sino en su totalidad; si tiene algún plan en estudio o ya culminado para ese replanteamiento, y si las modificaciones serán examinadas de cara al país, con participación de los usuarios, o si todo se programará en beneficio de los negociantes de la salud.

 

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