Por lo tanto, no escribiré de una historia excepcional como lo ha sido la muerte de la madre y el hermano de Jhonier Leal -el asesino confeso-. Escribiré de sucesiones y de mi caso propio dado que ya están resueltos los procesos y ya feriamos- en estrados judiciales- el trabajo de toda una vida de mi padre, pero con un agravante: quedaron arruinadas hasta la muerte la vida de varios herederos por cuenta de la codicia de 3 de ellos, donde sobrevivían otros 5 para proteger. Es la historia de muchas personas en el mundo entero que de golpe se ven enfrentadas a defenderse en controversias verbales o en litigios jurídicos, ya contra sus hermanos o familiares -de cualquier orden- o contra los abogados de ellos.
Pero ¿quién lo pudiera anticipar? también contra la administración de justicia cuyos funcionarios terminan siendo en largos procesos judiciales, una contraparte más feroz que cualquier otra, porque sus decisiones arbitrarias por ser definitivas, le ponen a la víctima otro freno. De manera que un heredero robado transita un largo camino que pasa por varias instancias: de pelear en una riña con sus hermanos en la sala de la casa donde una vez jugaron juntos, las diferencias ascienden -unos días después- a definirse en la oficina del abogado de cualquiera de los herederos, para terminar meses y años más tarde enfrascados en una pelea contra la administración de justicia donde algunos funcionarios estarán proclives al que más les oferte. Por sustracción de materia el que más ofrece, es el que a la luz del derecho tiene la pretensión perdida en el proceso y por lo tanto, no coincide con la parte que espera pacientemente que el funcionario apegado al ordenamiento jurídico lo proteja. En el proceso de sucesión diremos que es el hermano robado que espera que la administración de justicia irradiada por la ley le reconozca el derecho, pero no. En realidad termina siendo el pendejo, crédulo y pobre que por eso mismo, debe ser robado por todos los anteriores.
Por supuesto que no escribiré de los jueces probos –que los hay- aunque encontré pocos a lo largo de los más de 15 años de lucha por defender la herencia de mi padre. Es decir, anticipo que hablaré de mi experiencia en la que encontré un fandango de funcionarios judiciales signados por todo y nada. En otras palabras, de funcionarios que fingían en la parte motiva ajustarse al derecho para definir en su parte resolutiva la controversia a favor de quien no lo tenía. Un ejemplo personal: un juez del circuito en cuyo despacho incluso participó el juez de familia en el que se llevaba la sucesión de mi padre, dónde además me exigieron conformar el litisconsorcio por activa de todos mis hermanos y por pasiva de todos los herederos del socio accionista de la empresa (mi padre), resolvió liberarse del compromiso con la administración de justicia resolviendo de manera insólita -10 años después y en primera instancia- que nunca acredité mi calidad de heredera. Por lo tanto, no vale la pena explorar el argumento de “no todos son iguales” porque yo sé que no todos los despachos judiciales son iguales y que no todos los funcionarios faltan a sus deberes y obligaciones éticas y profesionales. Yo reconozco que tuve la mala suerte de encontrar a algunos administradores de justicia confundidos entre sus deberes (la ley) y sus necesidades personales (ofertas e invitaciones) y que no se me dieron circunstancias del azar que me permitieran sentirme tranquila ante el soberano derecho de tomar decisiones del que goza un juez. Es así, es la vida. Y, como abogada sé que no me corresponde otra cosa que respetar los fallos judiciales tal y como lo hice siempre, incluso si con ellos los funcionarios judiciales solucionaron eventualmente sus propias necesidades personales arruinando la vida de otras personas. Por ese motivo me limitaré a transcribir mi historia dejando para esta primera entrega esa parte emocional que construyó lo que ahora soy y la pesadumbre con la que reviso a la administración de justicia colombiana. Es necesario aclarar que tal y como lo probaré, mi malestar no surgió de fallos adversos tomados en derecho, desde luego no hablo de esos fallos.
Yo hablaré de mi experiencia en primera persona y señalo con acento que la balanza respecto del lado en el cual se encontraba ubicada la administración de justicia me quedó muy baja, tan baja como me resultaron ubicados al final de las sumas y las restas mis hermanas y sus abogados. Se desplomaron los dos platillos de la balanza ante el inútil esfuerzo desplegado por la diosa Temis para equilibrarlos, pero la verdad es que cayeron arrastrados por su propio peso y se revolcaron en el mismo lodo. Desde luego yo puedo mentir, puedo fantasear lo que sucedió y por eso me limitaré a las pruebas documentales. Posiblemente mis hermanas y su abogado no querían hacernos daño y me lo imaginé. Tal vez la administración de justicia -en mi caso- actuó en derecho y yo le procuro con mis afirmaciones un castigo a partir de instrospecciones infundadas. Me lo he cuestionado, por eso haré este esfuerzo de reflexión desde la documentación y desde el momento en que todo comenzó para poder pasar la página de estos 20 años. Sin embargo, no es fácil. Recordar por ejemplo esa mañana en que estando yo en el Consejo Seccional de la Judicatura, un judicante -tal vez, recién llegado- cuando apenas comenzaba la investigación contra unos abogados a los que yo denuncié, me buscó y me dijo que el fallo ya estaba escrito porque durante los días previos los abogados se habían reunido con el magistrado. De día y de noche me pregunto cómo pudo pasar todo aquello que acontecía una y otra vez. El abogado no conocía a toda la rama, pero tal vez en la rama había mucha gente necesitando un favor. No tuve justicia y quienes ayudaron a no tenerla enarbolaron fallos favorables afirmando que los mismos daban fe de la persecución que sufrieron injustamente por mi causa. Es decir, la administración de justicia colombiana me revictimizaba, me desamparaba, me dejaba sola una y otra vez. Incluso “mis hermanas” se burlaban y decían “ella demanda a todo el mundo”. Demandar, denunciar o querellar que es un derecho fundamental protegido, terminaba causando la burla de estas mujeres como tendré la oportunidad de transcribirlo directamente de intervenciones grabadas.
No haré referencia a rencillas nacidas de la mala educación que recibimos y que tenía que derivar necesariamente en conflictos entre hermanos, porque nada de lo que pudimos haber vivido en la infancia o en la adolescencia -como todas las familias- justificaba que unos quisieran abandonar a los otros a su suerte, teniendo la oportunidad de haber garantizado para todos los hermanos (especialmente los más débiles) una vida digna; o, haber liderado un esfuerzo común para salvaguardar “en lo posible” la vida de todos. Éramos hermanos, pero para algunas herederas, el dinero bien valía -muerto mi padre- un cambio de planes a su favor. Tengo muchas reflexiones personales respecto de la motivación que tuvieron ellas y las responsabilidades que tuve yo y que debía asumir, pero ha pasado mucho tiempo y puedo a mis casi 60 años, converger todos los cuestionamientos emocionales en uno solo: nada justificaba que un hermano, pudiendo amparar a otro más débil, le robara. Nada justificaba dejar que la codicia propia respecto de unos bienes trabajados por el padre, quedara finalmente asesorada por un abogado advenedizo, sin nada de ética.
No haré alusión a la defensa de mis reflexiones personales por una razón en especial: el abogado de mis hermanas, como se verá, acudía a la mezcla del sentimentalismo –cuando la cosa se le ponía difícil- como una edulcorada fórmula para justificar lo que él hacía en los despachos judiciales. Por lo tanto no le haré el juego mediante estos escritos. En una reunión que sostuvimos, me llegó a decir sentado en el sillón de la cabecera de su mesa de juntas –desde donde sentía el poder del macho dominante- que el problema del conflicto en la sucesión era “que todas éramos mujeres”. El conflicto, por lo tanto, no se debía a sus trampas, a sus argucias, a su poco conocimiento del derecho, a su vanagloria de palabra fácil enredada en jurisprudencias inexistentes, a su macho interno y desequilibrado. ¡NO!. Se debía a nosotras, que éramos mujeres. Es por eso que me quiero limitar a la documentación que soporta los hechos que narraré. Es decir, cuando ya se han superado los procesos, sin que pueda el abogado defender el argumento de que mis escritos afectan las decisiones de los jueces. No le haré el juego, incluso sabiendo que esta sucesión conllevó para mí una ruptura definitiva con mi madre y cuyas debilidades al interior de la familia el abogado explotaba en sus escritos con argumentos como “La mala fe de la demandante, la falta de lealtad con sus hermanos y con su señora madre, no puede ser una conducta respaldada por el ordenamiento jurídico y por sus operadores jurídicos, por tal razón, señor juez, le solicito respetuosamente que desestime las pretensiones de la demandante…”.
Mi papá era el señor José Octavio Montoya Montoya, arriero antioqueño y fundador con el señor Iván Díaz de un pequeño restaurante en la calle 65 con carrera 11 que unos meses después, terminó en cabeza de mi padre, el señor Víctor Basto Poveda y Gilberto Restrepo Arbeláez, sus amigos. La historia que contaré tiene que ver con el Restaurante Típico Antioqueño Las Acacias Ltda., y lo que sucedió en el terreno de los procesos judiciales con posterioridad a la muerte de mi padre el día 9 de septiembre de 2001.
Todo lo que diré lo soportaré con las pruebas documentales que hacen parte de la lucha jurídica que tuvimos que vivir durante más de 15 años.
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