EL INOCENTE. Titulada en inglés “The Lincoln Lawyer” en atención a que el protagonista atiende sus clientes desde su lujoso auto de marca Lincoln. La película está basada en el libro “EL INOCENTE” del thriller legal escrito por Michael Connelly. Su director fue Brad Furman y como protagonista en el papel del abogado Haller, tenemos a Matthew McConaughey.
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LA TRAMA: nos cuenta la historia del abogado de los Angeles (California) Michael Haller (Matthew McConaughey) cuya actividad se caracteriza primordialmente por defender culpables; en realidad –todos son culpables para el togado- pues la presunción de inocencia -en asuntos criminales- no cabe en su lenguaje. Posición entendible desde el punto de vista de Haller, que se mueve entre gente de poca monta que se gana la vida batallando duro la supervivencia, en una ciudad llena de retos: narcotraficantes, prostitutas, buscapleitos y drogadictos son el común denominador de su carrera profesional.
Haller se ufana de su habilidad para reconocer la inocencia de un cliente con solo mirarlo a los ojos; es decir, eso de la inocencia es asunto bien difícil de aceptar en su caso, si como abogado defensor de criminales parte de la culpabilidad de todos sus clientes. Su prestigio se lo debe a que les garantiza resultados exitosos a sus defendidos que gracias a su gestión, obtienen bien la libertad o la rebaja de la pena. Para el cumplimiento de sus fines se rodea de investigadores eficaces, de esos con capacidad para invertir el valor de la prueba a favor del culpable y en contra de la víctima.
Para el abogado Haller todo vale; sus métodos poco ortodoxos y de moral cero kilómetros le han generado gran reputación entre los criminales de los Angeles, que sin dudarlo acuden a sus servicios para obtener -si acaso no se puede lograr la inmediata libertad-, al menos los beneficios que la ley les otorga a los presuntos responsables, acudiendo a mil argumentos hábilmente defendidos por Haller, en los estrados judiciales.
Para el abogado, ninguno de sus clientes es inocente, ya lo dijimos; de hecho nos da la sensación que el abogado Haller se siente relajado y tranquilidad defendiendo culpables confesos. Y, es que para él “Ningún cliente asusta más que un hombre inocente”.
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Así las cosas, es preferible defender criminales y obtener rebajas de pena aprovechando las fallas del sistema que el engorroso trámite de sacar inocentes de la cárcel. Finalmente una persona responsable de un delito que obtiene por ejemplo una rebaja de su pena, será un ganador. Pero un inocente que no cometió ningún delito y se encuentra preso, así le rebajen la pena, será un perdedor.
No obstante, todo cambia cuando le llega el caso de un joven heredero de una de las familias más adineradas de Beverly Hills, con cara de “yo no fui” llamado Louis Roulet (Ryan Phillippe), acusado del intento de asesinato de una prostituta.
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Haller ve en la mirada de Roulet al inocente y a pesar de no ser su habilidad la defensa de este tipo de clientes, el caso Roulet le llama la atención porque de entrada le ofrecen mucho dinero (honorarios que se verán aumentados en el camino por la dificultad del caso); es decir, Haller ve en la defensa del pobre Roulet, la oportunidad de ganar en un solo caso lo que logra ingresar a su cuenta, en muchos casos pequeños
La defensa de Roulet se nos presenta desde un comienzo y desde el punto de vista legal bastante simple y sencilla, pero se va complicando al punto que Michael Haller descubre que aquella mirada en la que creyó encontrar al culpable encerraba en realidad al inocente y la otra en la cual le pareció ver al inocente, ocultaba la mente de un criminal.
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Por ende –no cabe duda-, el andamio en el cual basó el prestigioso y astuto representante de causas criminales de los Angeles, Michael Haller, toda su credibilidad y prestigio como abogado litigante, parece sucumbir ante nuestros ojos de espectadores.
Son interesantes los dilemas jurídicos, éticos y morales que se le presentan al abogado Michael Haller. En sus palabras dirá:
“Después de quince años de práctica legal había llegado a pensar en mi oficio en términos muy simples. La ley era una máquina grande y oxidada que chupaba gente, vidas y dinero. Yo sólo era un mecánico. Me había convertido en un experto en revisar la máquina y arreglar cosas y extraer lo que necesitaba a cambio.
No había nada más en la ley que me importara. Las nociones de la facultad de Derecho acerca de la virtud de la contraposición, de los pesos y contrapesos del sistema, de la búsqueda de la verdad, se habían erosionado desde entonces como los rostros de estatuas de otras civilizaciones. La ley no tenía que ver con la verdad. Se trataba de negociación, mejora y manipulación. No me ocupaba de la culpa y la inocencia porque todo el mundo era culpable de algo. Pero no importaba porque todos los casos que aceptaba eran una casa asentada en cimientos colocados por obreros con exceso de trabajo y mal pagados. Cortaban camino en las esquinas. Cometían errores. Y después pintaban encima de los errores con mentiras. Mi trabajo consistía en arrancar la pintura y encontrara las grietas. Meter los dedos y mis herramientas en esas grietas y ensancharlas. Hacerlas tan grandes que o bien la casa se caía o mi cliente se escapaba entre ellas.
Gran parte de la sociedad pensaba en mí como en el demonio, pero estaban equivocados. Yo era un ángel cubierto de grasa. Era un auténtico santo de la carretera. Me necesitaban y me querían. Ambas partes. Era el aceite de la máquina. Permitía que los engranajes arrancaran y giraran. Ayudaba a mantener en funcionamiento el motor del sistema.
Pero todo eso cambiaría con el caso Roulet. Para mí. Para él. Y ciertamente para Jesús Menéndez "
(JESÚS MENÉNDEZ Hombre condenado a cadena perpetua por el asesinato de una mujer cuyo crimen no cometió. El verdadero culpable de la muerte de la prostituta por la cual fue condenado Jesús Menéndez fue Louis Roulet. Quien defendió a Jesús Menéndez y logró que la pena de muerte fuera cambiada por cadena perpetua fue el abogado Haller que siempre creyó que Menéndez era culpable y que como todos los culpables pregonaba su inocencia).
El profesor y catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Laval de Québec, Canadá, Doctor Bjarne Melkevik, con traducción de Olga Carolina Cárdenas Gómez escribió a propósito de la película “El Inocente” el artículo titulado:
INOCENCIA, DESTINO Y CULPABILIDAD: DE
EDIPO REY AL DERECHO
Por: BJARNE MELKEVIK [1]
Traducción: Olga Carolina Cárdenas Gómez
¿Es el concepto de inocencia digno de una reflexión por parte de la filosofía del derecho? Supongamos que lo es. Deseamos someter este concepto a una interrogación filosófica según el sentido jurídico y práctico de nuestra modernidad jurídica. Se trata de una reflexión sobre la diferencia entre el juicio individual que hacemos sobre nosotros mismos, sobre nuestras acciones y sobre nuestro lugar en el mundo, y ese otro juicio que, colocándose de acuerdo con el primero, se sitúa en un ámbito totalmente diferente, en la medida en que se inscribe en la invitación dirigida a nuestros semejantes a juzgar jurídicamente nuestros actos y, algunas veces, nuestras omisiones.
Así pues, es la dicotomía de sentido frente al concepto de inocencia lo que nos interesa, tal como ella coloca primero en escena un juicio de conciencia bordeando entre nuestras diversas capacidades morales y éticas (a menudo tan inestables) y el abismo de subjetividad que hace la delicia de los psicólogos y, aun más todavía, de los psicoanalistas de toda obediencia, y, más tarde, la intersubjetividad que puede establecerse por y para nosotros en la llamada procedibilidad del derecho.
Anotaciones preliminares sobre el concepto de inocencia
Para despejar el terreno, es necesario previamente examinar más exhaustivamente el concepto de inocencia, bajo sus ángulos subjetivo, objetivo y jurídico.
En lo que concierne a la inocencia “subjetiva” es conveniente insistir sobre el hecho que el primer significado en la lengua francesa (y en todas las lenguas occidentales de nuestro conocimiento) introduce simbólicamente el concepto de inocencia como lo contrario a una mancha aceptada, consentida o vivida: es “inocente” la persona “que simplemente no está manchada por el mal” o “que ignora el mal”, es decir que no ha permitido ser manchada por el mal [2].
Lo que observamos inicialmente es que tal definición hace referencia al juicio que la persona en cuestión puede realizar sobre ella misma. La utilización de palabras como “mal” e “ignorancia” revela que es la conciencia, el espíritu quien se juzga. Solo el tribunal de la conciencia puede saber, por su propio juicio, si esas categorías se aplican a la cuestión de la inocencia de una persona. Dicho de otra forma, el concepto de inocencia es ante todo subjetivo por el hecho mismo de que el “mal” o la “mancha” puede pasar, entrar en la vida de alguien como “objetividad” o “hecho”, sin que por tanto haya nada de malo ni ninguna mancha en esa persona.
Esta constatación nos permite enseguida comprender, contrariamente, el cambio de sentido que se presenta cuando otras personas formulan la pregunta de la inocencia como una cuestión de “objetividad”; a saber, cuando una persona es juzgada como objeto del juicio de los otros; tal y como se produce cuando la “mancha” o el “mal están vinculados a una persona a través de un juicio (o un prejuicio) objetivo, hecho por una persona diferente a ella misma.
Ahora bien, tal juicio no concierne, sin embargo, el concepto de inocencia como tal, sino los laberintos de la “mancha” y del “mal” cultural o tradicionalmente dados y que uno asocia, objetivándolos, a una persona como constancia de una “pérdida de inocencia”. Como regla general, culturalmente las mujeres jóvenes son las que han sido objeto de tales estrategias de cosificación y de control y quienes han sido obligadas a pagar el precio de tales prejuzgamientos, sin que por tanto, señalémoslo, el lado subjetivo, consistente en un auto-juicio, en relación con el concepto de inocencia, haya sido tomado en consideración.
La cuestión de un eventual juicio jurídico se sitúa entre las dos de una manera particular. De hecho, al lado del juicio individual, de conciencia, tenemos también un sentido intersubjetivo de la inocencia como “operador” en derecho. Concretamente, la inocencia es también el “estado de una persona que no es culpable (de una cosa en particular)[3]” : el concepto de inocencia es entonces lo contrario de la “culpabilidad”.
En ese sentido, todo se reduce al hecho de constatar el estado de “culpabilidad” tal como la cultura jurídica occidental lo hace a través del procedimiento judicial. Lo que quiere decir que son los semejantes invitados a evaluar la cuestión de la “culpabilidad”; quienes juzgan el objeto mismo de esta como “culpabilidad” “acto” (u omisión) frente a las normas que los ciudadanos (y sujetos de derecho) han seleccionado como dignas de ser respetadas por ellos. Resulta, obviamente, que la cuestión de conciencia no está lejos, así como podemos constatarlo en el derecho penal con la evaluación necesaria del mens rea (es decir de la intención criminal) en la comisión del acto. Ahora bien, el juicio individual mencionado que, en el reconocimiento de un defecto de la inocencia, puede traducirse, transmutarse o revelarse en un “sentimiento de culpabilidad”, no tiene un espacio aquí y debe, para que el juicio intersubjetivo del derecho pueda prevalecer, ser decididamente separado a través de una interdicción absoluta contra toda autoincriminación[4].
Si estas anotaciones preliminares nos dicen bastante sobre el modo de funcionamiento
del derecho y el concepto de inocencia, es necesario ahora darle un poco más de contenido, lo que vamos hacer apoyándonos en la tragedia de Edipo Rey de Sófocles¨[5] . De hecho, se trata de utilizar la obra de Sófocles para destacar la subjetividad del auto-juicio de Edipo frente a su situación y a la puesta en escena de esta inocencia como perdida de “vista” y de la situación gracias al azar.
La tragedia de Edipo Rey
Edipo Rey de Sófocles es sin duda una de las obras de teatro más interesantes y complejas que nos haya transmitido la antigua cultura griega. La emoción que sentimos al leerla y al reflexionar sobre esta tragedia fuera de lo común, lo confirma. Proponemos, en consecuencia, presentar la esencia de la historia insistiendo en los hechos y la cuestión del “crimen”, si es que existe un “crimen” en el sentido narrativo moderno.
Inicialmente, recordemos que la tragedia de Edipo Rey se desarrolla en relación con varios “hechos” descritos detalladamente, paso a paso, que cada vez nos invitan a compartir más intensamente la historia de Edipo Rey. Tal técnica teatral, con los efectos particulares de evocación de una humanidad a compartir es la que se emplea en el escenario.
Los padres de Edipo eran el rey Layo de Tebas y su esposa Yocasta. El oráculo de Delfos, santuario de Pythô, les hizo la profecía de que un niño mataría un día a su padre y se casaría con su madre para tener en seguida dos hijos incestuosos con ella. Conmocionados por el oráculo, ellos confían su hijo a un sirviente para que lo deje en la montaña Citerón. Ahora bien, el sirviente no deja al niño en la montaña sino que lo confía al cuidado de un sirviente del rey Corinto. El rey Corinto adopta a Edipo y el niño crece creyendo ser su hijo.
Una vez adulto, luego de una discusión en una fiesta le confiesan que él solo es un niño adoptado; entonces consulta al oráculo de Delfos, donde escucha la misma profecía. Asustado por lo que acaba de oír, huye de Corinto, donde viven su padre Pólibo y su madre Mérope, que él cree, en toda inocencia, son sus padres y, se dirige hacia Tebas.
En el camino, al ser provocado por algunos hombres, los mata, sin sospechar que uno de ellos es su verdadero padre, el rey Layo de Tebas[6] . Continuando su camino, llega por fin a Tebas, donde un monstruo causa estragos sin que nadie intervenga para ponerle fin. Edipo mata al monstruo y el trono del rey le es ofrecido como recompensa. Se casa luego con la viuda Yocasta, con quien tendrá varios hijos sin saber que es su madre y que ha cometido un incesto.
Este es el fondo de la historia, pero se trata de informaciones reveladas poco a poco a lo largo de la tragedia de Sófocles. El ingenio mismo de la obra es introducir un juicio objetivo sobre “el mal” que comete Edipo.
Cuando la obra se inicia, una peste golpea la ciudad y es la hora de las súplicas. El rey Edipo espera el regreso del mensajero que ha enviado al oráculo de Delfos por un consejo. Creonte, el mensajero, dice:
“Yo diré entonces el mensaje del dios: él no se ha equivocado: Febo nos ordena extirpar de nuestra tierra la mancha que la alimenta, si la dejamos crecer, se volverá incurable”[7] .
Para Creonte el crimen en cuestión solo puede ser la muerte de Layo, el antiguo rey. El cree ciegamente que es la sangre derramada, y no castigada, de la muerte de Layo lo que coloca a la ciudad en peligro. En ese sentido, sólo podemos observar que ello invita falsamente a un razonamiento tradicional, a saber, el deber de hacer pagar su crimen al culpable. Que se trate de la muerte de Layo es evidente para Creonte, ¿a qué otro crimen horrible diferente al asesinato de un rey, como Layo, podría corresponder la exposición de toda una ciudad a la peste? Así, la peste durará hasta tanto el asesinato de Layo siga impune.
Que el oráculo haya definido el crimen solo insistiendo sobre “la mancha”, a saber, una mancha que se relaciona con el oráculo inicial, escapa a Creonte quien, obviamente, no conoce los presupuestos necesarios para comprender el carácter mismo de “la mancha” en cuestión. El hecho de que Creonte solo razone falsamente sobre las apariencias sirve para desplegar el sentido mismo de la historia y de la profecía inicial, al mismo tiempo que permite hacer de Edipo un prisionero del falso razonamiento de Creonte.
Es en efecto a partir del falso razonamiento de Creonte que el rey Edipo se hace ajusticiar por la muerte de Layo a titulo de reparación, sin ninguna posibilidad de comprender que el “crimen” del que habla el oráculo debe ser indudablemente el hecho del parricidio (que no tiene nada que ver con una muerte cualquiera), del incesto y de la concepción de sus propios hijos incestuosos. Como el rey Edipo no comprende que el destino, su destino, se realiza, y que él busca, como Creonte, una mancha, un mal que debe ser eliminado por el bienestar de la ciudad y para levantar el peso que representa la peste, “expresa” lo que cree que es la “culpabilidad” de alguien en estos términos:
“Prohíbo que en este país del que yo poseo el poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre, quienquiera que sea, y que se haga partícipe con él en súplicas o sacrificios a los dioses o abluciones. Mando que todos lo expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el oráculo pítico del dios”[8] .
El asesino debe simplemente ser desterrado de la ciudad como si de ahora en adelante estuviera fuera de la ley, no obstante su rango y su familia. Edipo despertó de esta manera un nido de víboras y cuando la investigación de los hechos progresó, todas las miradas apuntaron hacia él. Sin embargo, Edipo no retrocedió en ningún momento, sino que continuó sus investigaciones igual que cuando comenzó a comprender la “verdad”. De hecho, a lo largo de esta investigación Edipo aparece como un hombre de bien, un hombre justo.
Parte por parte, la “verdad” se da a conocer a Edipo, como a todos: Yocasta, la madre incestuosa, se suicida y el rey Edipo queda ciego y en el exilio para siempre[9] . Cuando el Corifeo le reprocha haberse quitado los ojos, Edipo le responde:
“No sé con qué ojos, si tuviera vista, hubiera podido mirar a mi padre al llegas Hades, ni tampoco a mi desventurada madre, porque para con ambos he cometido acciones que merecen algo peor que la horca. Pero, además, ¿acaso hubiera sido deseable para mí contemplar el espectáculo que me ofrecen mis hijos, nacidos como nacieron? No por cierto, al menos con mis ojos, ni la ciudad, ni le recinto amurallado, ni las sagradas imágenes de los dioses, de las que yo, desdichado –que fui quien vivió con mas gloria en Tebas-, me privé a mí mismo cuando, en persona, proclamé que todos rechazaran al impío, al que por obra de los dioses resultó impuro y del linaje de Layo ”[10].
Él anuncia luego su propio crimen, tal como lo entiende ahora, en estos términos:
“Es grato apartar el pensamiento de las desgracias. ¡Ah, Citerón! ¿Por qué me acogiste? ¿Por qué no me diste muerte tan pronto como me recibiste, para que nunca hubiera mostrado a los hombres de dónde había nacido? ¡Oh Pólibo y Corinto y antigua casa paterna -sólo de nombre-, cómo me criaron con apariencia de belleza, pero corrompido de males por dentro! Ahora soy considerado un infame y nacido de infames. ¡Oh tres caminos y oculta cañada, encinar y desfiladero en la encrucijada, que bebieron, por obra de mis manos, la sangre de mi padre que es la mía! ¿Se acuerdan aún de mí? ¡Qué clase de acciones cometí ante la presencia de ustedes y, después, viniendo aquí, cuáles cometí de nuevo! ¡Oh matrimonio, matrimonio, me engendraste y, habiendo engendrado otra vez, hiciste brotar la misma simiente y diste a conocer a padres, hermanos, hijos, sangre de la misma familia, esposas, mujeres y madres y todos los hechos más abominables que suceden entre los hombres! ”[11].
La mancha de la cual ha hablado el oráculo, cuando le pidieron consejo contra la peste, es el cumplimiento mismo de la profecía inicial: es la misma posición del rey Edipo, la posición que él ocupa de ahora en adelante como rey, como esposo, como padre, como hijo, como “ciudadano”. El “crimen” de Edipo es que el oráculo lo haya encontrado justo. Así pues, la autoincriminación que nos da Edipo como un grito no es para los hombres sino para ese destino que tan cruelmente ha jugado contra él.
Como el lado “objetivista” de la tragedia de Sófocles jugará un rol primordial en nuestra argumentación, es oportuno mencionar los hechos históricos que lo introducen. Robert Graves, en su libro más importante, Los mitos griegos, de gran autoridad en este campo, nos presenta un resumen de lo que parece razonablemente representar los hechos históricos:
“Edipo de Corinto conquista Tebas y se convierte en rey casándose con Yocasta, devota de Hera. Enseguida, anuncia que el reino será, de ahora en adelante, legado de padre a hijo por ascendencia masculina, costumbre corintia, en lugar de mantenerse como un don de Hera la estranguladora. Edipo confiesa que estaba muy afligido por haber dejado que los caballos del carro arrastraran y mataran a Layo, considerado como su padre, y de haberse casado con Yocasta que lo había hecho rey a continuación de una ceremonia de segundo nacimiento. Pero, cuando él intenta cambiar las costumbres, Yocasta se suicida en signo de protesta y la peste cae sobre Tebas. Sobre el aviso del oráculo, los tebanos retiran a Edipo la clavícula sagrada y lo destierran. El muere en el curso de algunas tentativas, vanas de recuperar el trono a través de las armas”[12] .
Hay que reconocer que esto constituye una historia más bien insignificante, que parece girar en torno a la elección entre una sucesión real matrilineal o patrilineal, con el trasfondo de las costumbres y el patriotismo tebano que han hecho de Edipo un conquistador extranjero, heredero perdido del reino, para enseguida coronarlo rey después de la ceremonia ritual de la muerte del antiguo rey Layo.
Reconstruida así, la objetividad de los hechos históricos que fundamentan la tragedia de Edipo no es ciertamente la objetividad presentada en la tragedia de Sófocles. Es justamente sobre aquella que queremos insistir ahora para demostrar la inocencia misma de Edipo.
DESTINO E INOCENCIA
Confesémoslo, ¡Edipo es inocente! ¡El no ha cometido ningún crimen! La confesión de su crimen es, como lo hemos destacado anteriormente, una autoincriminación que hace un llamado a su sentimiento de “culpabilidad” en una situación de inocencia. Estos comentarios iniciales deben ahora permitirnos ver más de cerca su inocencia.
El concepto de inocencia, como lo hemos indicado desde el principio, implica un juicio sobre uno mismo en relación con el hecho de estar “manchado por el mal”. La conciencia juega, en consecuencia, según lo que entendemos por el “mal” o por la “mancha”. Ahora bien, como lo hemos visto con Edipo, rey de Sófocles, todos los hechos no son conocidos por él. Sin embargo, en el momento en que los hechos le son revelados y él comprende la “verdad”, no pierde su inocencia porque no hay un acto o una circunstancia a juzgar en su conciencia, lo que existe es únicamente hechos simples o, si se quiere, el destino.
Si debemos hablar de “mal” o de “mancha” es, de hecho, únicamente el destino quien las ha inflingido como la confirmación misma de la rectitud inicial de la profecía del oráculo de Delfos. En ese sentido, la conciencia o el tribunal de la conciencia no están ahí para nada. Ni antes ni después, el rey Edipo ha podido comprender, lo que realmente pasaba con él, y por tanto, él no ha podido hacer tampoco un juicio apropiado. De hecho, él estuvo siempre en las manos del destino, un destino que jugaba con él como el mejor de los marionetistas juega con sus marionetas. Y como en el caso de esas marionetas, la pregunta del auto-juicio únicamente puede hacerse de manera racional al maestro marionetista porque ¿quién reprocharía a las marionetas, al rey Edipo, de bailar, de moverse, de hablar, de jugar como ellas deben hacerlo? En toda inocencia, ¿por qué ellas solo bailan gracias a las manos que las mueven en el mundo y que las hacen avanzar hacia una historia o hacia una tragedia donde solo cuenta la voluntad de quien se encuentra detrás de esas manos? Y para Edipo el marionetista fue indudablemente el destino, o la diosa de la fatalidad que jugaba con él.
¿Cómo concluir de otra manera que Edipo era inocente? Seguro, él podía bien auto-incriminarse tanto como él lo hubiera querido. Sin embargo, él no tenía nada que reprocharse. ¿Quién no ha entendido que la “realidad” o la fatalidad nos hacen en algunas ocasiones una mala jugada? La fatalidad de Edipo rey en la obra de Sófocles nos invita, en consecuencia, a participar en algo que es comúnmente humano no como una sensación, ni como un escándalo sino precisamente como la tragedia de lo que es humano.
La obra de Sófocles es, en ese sentido, lo contrario del “subjetivismo” (o psicologismo) en el cual estamos inmersos hoy hasta el cuello. Inicialmente, por la estructura y el sentido narrativo mismo de la obra, nosotros no somos simples espectadores de Edipo rey, como en el teatro moderno, que nos ofrece “mensajes”, “ideas” o la posibilidad de “tener una percepción de alguien” (insight en inglés), pero nosotros somos seres humanos, como el mismo Edipo, que compartimos algo terriblemente común, a saber, los hechos que no controlamos, que no hemos producido y que se vuelven contra nosotros reduciéndonos al objeto de una historia desconocida.
Lejos de los abusos “psicológicos” que nos recuerdan tanto las malas piezas teatrales modernas, en las cuales el director y el autor nos tratan como “niños” en provecho de sus propias ideas, el teatro de Sófocles confirma que nosotros somos “adultos” y que como tales somos capaces de participar en la historia.
Estamos simplemente invitados a participar en algo común a todos los seres humanos, pero no ciertamente bajo la consideración de una tesis cualquiera de no inocencia del rey Edipo, porque eso habría tenido como consecuencia sugerir, siempre falsamente, que todos somos asesinos, parricidas, incestuosos, etc. Nuestra participación está ahí donde nosotros no somos más que simples seres humanos que buscamos evitar tales “manchas”. Contrariamente, la obra de Sófocles, separándose del infierno donde todos están condenados, dixit Dante, reencuentra lo humano como abierto, como escuchando, como mirando la tragedia del individuo que participa plenamente en la vida como ser humano adulto.
Si no debemos confundir jamás el teatro griego con el teatro moderno, es necesario también ser consciente de la trampa “psicológica” que hemos creado como seres modernos. Como todo el mundo pretende hoy conocer la historia de Edipo reduciéndola a un hecho “psicológico”, los analistas reflexionan más de cerca esta falsa lectura, definiendo inicialmente la fuente de Sigmund Freud, el célebre creador del psicoanálisis, quien utiliza la historia de Sófocles para construir lo que él mismo llama el “complejo de Edipo”. Mas precisamente, Freud acude a esta historia para ilustrar lo que él cree que son un cierto número de conflictos intra- psíquicos que se concretizan como conflictos neuróticos[13] . Como tal, el conflicto neurótico se convierte en el objeto del psicoanálisis para exteriorizar lo que ha sido inhibido, lo que uno no quiere o lo que uno no puede confesar sobre sí mismo. En el transcurso del análisis, el psicoanalista también debe hacer ver al paciente la verdad sobre sí mismo, y como esta verdad puede ayudarlo a vivir
sin su conflicto psíquico o complejo neurótico en el rey Edipo. Él no podía hacer nada porque la historia no era él, sino que le concernía simplemente.
Es la misma trampa “psicológica” que nos encontramos, por tanto, en la adaptación (muy libre) que hace Jean Cocteau de Edipo rey[14] , donde contra toda apariencia, no hay tragedia, sino la construcción de una posición de observador frente a la locura de los hombres, es decir, la sustitución de la humanidad compartida, reencontrada, según Sófocles, por un psicologismo “demasiado humano”. El Edipo de Cocteau se comporta en consecuencia como un “niño”, un “paciente” que no ha caído todavía en las manos de los psicoanalistas[15] . Pero claro está, cuando él caiga, ellos estarán ahí.
INOCENCIA O CULPABILIDAD
Si analizamos ahora la obra de Edipo rey según los recursos de un paradigma del derecho moderno, no es seguramente la pregunta de la inocencia la que corre el riesgo de tambalearse. Al contrario, el derecho moderno estará sin ninguna duda de acuerdo con Sófocles en relación con la inocencia de Edipo. Sin means rea [16] (es decir la intención criminal o el “estado de espíritu culpable”), ningún tribunal en el mundo occidental condenará a Edipo. En relación con los tribunales que funcionan bajo criterios no modernos, sólo esperamos el día en que les ayudaremos a retirar las piedras antes que ellas sean desechadas.
La “esencia” de ese derecho moderno es, simplemente, que todos somos “inocentes” hasta el momento en que se pruebe lo contrario a través de un proceso penal justo y equitativo. Nosotros no tenemos el peso de probar nuestra inocencia, además de que ella forma parte de nuestra existencia como sujetos de derecho. En ningún momento uno puede desconocer o atentar contra el estatus de inocencia sin simultáneamente atentar contra nuestro estatus de sujetos de derecho.
Así pues, cuando Franz Kafka, en su novela Ante la ley o incluso en El proceso[17] , pone en marcha la máquina infernal frente a un hombre que es “ya culpable” sin saber cómo, ni por qué y por qué motivo, nos interpela sobre la base misma de nuestra modernidad jurídica, porque ese hombre vive en un “vacío”, en un absurdo, en un mundo donde el sentido del derecho ha perdido su sentido moderno, en relación con la inocencia mencionada, para, por el contrario, aliarse con las costumbres anti-modernistas donde todos son culpables de alguna cosa o de todo. De hecho, si ese mundo es “Kafkiano” en el sentido en el que ese término designa un mundo desprovisto de sentido, es porque él choca contra nuestro sentido del “derecho”, así como contra nuestra concepción del estatus de inocente.
Examinemos más de cerca El proceso en relación con esa inocencia. El escrito comienza con estos términos reveladores:
“Uno había seguramente calumniado a Joseph K. […] porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana. ”[18]
El hombre que no ha hecho nada “malo”, que no ha sido manchado por el mal, es inocente como lo sabemos. Y la historia de Joseph K. es sólo una de aquella serie de actos desesperados por descubrir lo que a uno le reprochan. ¿Ha cometido un crimen sin saberlo? ¿Cuándo? ¿Cómo? Joseph K. simplemente no tendrá jamás una respuesta porque choca siempre contra una “ley” que lo presume siempre culpable. Así, se manifiesta durante su arresto:
“-¿Qué quiere Usted que hagamos nosotros?”, exclamó entonces el guardián. Usted se comporta peor que un niño. ¿Qué es lo que quiere? ¿Usted piensa que llegará más rápido al fin de este bendito proceso discutiendo con nosotros, los guardianes, sobre vuestra orden de arresto y sobre vuestros papeles de identidad? Nosotros solo somos empleados subalternos, y apenas conocemos de documentos de identidad; no tenemos otra cosa que hacer que conservarlos diez horas por día y cobrar nuestro salario por este trabajo. Eso es todo, sin embargo, eso no nos impide saber que las autoridades que nos emplean investigan minuciosamente los motivos del arresto antes de emitir la orden. No hay ningún error a ese respecto. Las autoridades que representamos –yo solo las conozco a través de los grados inferiores – no son de aquellas que investigan los delitos de la población, sino de aquellas que, como lo dice la ley, son atraídas, son puesta son juego por el delito y deben entonces mandarnos nuestros otros guardianes. He aquí la ley, ¿dónde podría ella tener un error?
Yo no conozco la ley, dice K…
Usted se morderá los dedos, dice el guardián. ”[19]
El motivo de la no inocencia es, siempre e irreversiblemente, lo que nos golpea al leer Kafka y es también sobre ese fondo que nos reencontramos con el Edipo rey de Sófocles. Lo que golpea por tanto, siendo muy semejante Sófocles y Kafka, es la insistencia sobre lo común del ser humano y así pues, el hecho de dejar a un lado el análisis psicológico de Edipo y de Joseph K. En ese sentido Joseph K. no es “él”, sino cada uno de nosotros como seres humanos sometidos, a menudo, a una “realidad” que apenas controlamos o que simplemente “juega” con nosotros.
La pregunta del “conocimiento” es la que esencialmente llama nuestra atención en la evocación de Joseph K. y de Edipo. En esta perspectiva, hemos destacado que Edipo no conocía su origen ni todos los hechos pertinentes para juzgarlo según el derecho moderno. Ciertamente, él termina por descubrir esos hechos pertinentes, pero ellos no son importantes en lo sucesivo para otras personas diferentes a él mismo; porque el derecho moderno no puede cambiar la historia del mundo o del hombre y no puede hacer nada contra el destino o la fatalidad si no se está sometido a su jurisdicción, en el sentido de que el juicio jurídico, siendo aplazado hacia el futuro, debe siempre reposar sobre hechos conocidos al momento del “crimen”. En ese sentido, el criterio de “conocimiento” debe encontrarse al interior mismo de una constatación del means rea con el fin de verificar la culpabilidad.
En lo que concierne expresamente a Joseph K., toda la novela de Kafka, El proceso es, como lo hemos indicado una búsqueda son fin para descubrir lo que se le reprocha. Él no sabe nada de su “crimen” y nadie quiere decirle si ha habido un crimen. Joseph K. choca contra un muro de silencio, de palabras cubiertas o simplemente de jueces o de abogados malintencionados o corruptos.
Ahora bien, el sentido mismo de la obra de Kafka, es que la « Ley » no tiene nada que ver con una ley jurídica o simplemente con la legislación que puede servir como fuente del derecho, sino más bien con una ley moral que dialoga con Joseph K. y con cada uno de nosotros, al interior de nosotros mismos. Porque ante esa ley moral, ante el tribunal de nuestra inocencia, Joseph K. y nosotros mismos podemos defender nuestra ignorancia y nuestra conciencia corriendo el riesgo de perder realmente. Porque si Joseph K. es seguramente inocente en el plano jurídico, es enteramente culpable en el plano de su propia conciencia: es culpable por no vivir una vida enteramente humana según los criterios que él mismo acepta.
Así pues, es precisamente el sentido de desarraigo de Joseph K. y su rechazo desesperado de escapar a su propio juicio lo que nosotros le imponemos contra su voluntad y su conciencia. En ese sentido, hay un abismo insuperable entre el rey Edipo que vive humanamente y Joseph K que hace únicamente semblanza y vive su inocencia como culpabilidad.
A pesar de ello, el psicologismo de Kafka no es infantilista, como en los diferentes análisis de Edipo rey hechos por nuestros contemporáneos, de Freud a Cocteau, como lo hemos ya mencionado, o todavía de Anouilh a Lacan; se trata más bien, de un aviso dirigido a nuestra propensión moderna de renunciar a nuestra humanidad, a la dimensión “humanitaria” del hombre en beneficio de la embriagante objetivación de sí mismo y de todo su mundo. Esta es otra manera de regresar al estatus de niño que nosotros teníamos en otro tiempo y de vivir al revés nuestra modernidad, como niños en una modernidad únicamente “adulta” sobre el plano de las cosas.
El Edipo rey de Sófocles y Joseph K. de Kafka no se ambientan ciertamente en terrenos semejantes. Sin embargo, más allá de todas las diferencias que podamos enumerar, no es menos cierto que la pregunta de la humanidad o del humanismo es la que se proyecta frente a nosotros. Porque toda historia solo tiene sentido si nosotros entendemos que el lugar del observador nos aporta muy poco o nada esencial. Nuestra condición de humanos, de hombres o de mujeres, debe simplemente ser vivida en “inocencia” como actores, como artesanos de nuestras vidas.
PARA CONCLUIR
En resumen, la vida del hombre es vivir en la inocencia. ¿Por qué “mancharse” con el mal, con la sangre de otros, con los gritos y con la desgracia de una persona cercana?
Seguramente, la vida no es edénica. ¿No podemos nosotros mismos escoger salir bajo nuestra propia cuenta y nuestro riesgo? Puede ser que nosotros no hubiéramos debido, puede ser que nuestro más grande pecado es ser ingenuos. Muchos lo pretenden, no ciertamente sin razón. Pero ¿por qué el derecho moderno tiene mordicus al considerarnos siempre como inocentes hasta el momento en el que lo contrario será probado? Simplemente porque solo tal posición nos permite vivir humanamente juntos, superar las tragedias de la vida que, en la medida en que son seguramente menos trágicas que aquellas de Edipo, son totalmente nuestras, somos nosotros quienes las vivimos, más aún, somos nosotros quienes nos corrompemos según nuestro propio destino. Y si no tenemos esta fuerza de la inocencia ¿cómo queremos seguir adelante? ¿Cómo queremos dar la pelea y tomar el pleno control de nuestras vidas sabiendo que al final perderemos lo que más amamos, la vida, sino tenemos esa brisa de humanidad que proviene de la inocencia?
Finalmente, el proceso judicial y el juicio de culpabilidad no expresan otra cosa, porque solo puede ser juzgado a través de un proceso un “acto” (o una omisión), jamás una persona, un individuo. El derecho moderno no juzga jamás a las personas.
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