Editoriales (852)
Merece felicitación el Procurador General, Dr. Edgardo Maya Villazón, por la contundencia del informe presentado acerca de la actividad de las empresas promotoras de salud, EPS, que fueron creadas en 1993 por la nunca bien criticada Ley 100, con la función teórica de facilitar y extender la protección de la salud a todos los colombianos, y que en su mayoría, por la misma estructura del sistema, hacen exactamente lo contrario.
Dos años invirtió la Procuraduría en hacer un seguimiento serio y completo a dichas instituciones, para exigir que se ejerza un control más efectivo de parte del Ministerio de Protección Social y de la Superintendencia de Salud al respecto, ya que las quejas y los reclamos son permanentes y van creciendo de modo alarmante.
Llama la atención la referencia que hace el Ministerio Público al “trato indigno” que según su criterio dan las EPS a sus afiliados, y no podría haber utilizado expresiones más exactas, ya que esa y no otra es la percepción de cualquier ciudadano que deba acudir, a nombre suyo o de uno de sus beneficiarios, a las instalaciones de tales entidades.
Tramitomanía, vueltas y más vueltas, negación de servicios urgentes, inconsistencias en la información, atención tardía, exigencia de pagos no previstos, equivocaciones frecuentes, trato despectivo hacia el usuario, obligación de personas convalecientes o impedidas de presentarse personalmente para radicar documentos, tramitar solicitudes y formular peticiones, son, entre otras, las graves falencias que vienen mostrando las empresas, aunque sus servicios no son propiamente gratuitos.
De otra parte, como lo hemos expresado en otras ocasiones, se niegan los medicamentos, exámenes y tratamientos más necesarios a las personas, bien que estén previstos en el POS o que se hallen fuera de él, obligando a los usuarios a incoar demandas de tutela para obtenerlos, lo cual implica un abuso del mecanismo constitucional y una protuberante vulneración de los derechos a la igualdad, a la salud y a la integridad personal, aparte de ser en ocasiones factor de amenaza para el derecho a la vida.
Los médicos, por su parte, reciben pagos muy inferiores a los que demanda su propia dignidad profesional, y además son forzados a recetar lo más barato a los pacientes, así sepan que no sirve para nada.
Debe ser atendido por el Gobierno el requerimiento del Procurador, quien tiene a su cargo la guarda de los intereses de la sociedad y del sistema jurídico, y la protección de los derechos humanos. Y vigilar a los servidores públicos para que, a su vez, cumplan la función que les corresponde.
La violencia o la grosería, agregadas a los argumentos, producen el efecto de anular esos argumentos, por valiosos que sean, en cuanto les quitan legitimidad. Se puede tener la razón, pero al exponerla mediante la agresividad física o verbal, su contenido pierde importancia.
Protestar, por cualquier causa, es un derecho en las democracias. El pueblo tiene, además, la libertad de reunión que hace parte de las libertades fundamentales. De suerte que se puede reunir para manifestarse en contra de algo o de alguien, y para oponerse a medidas o decisiones de Gobierno, o para pedir a la administración que se haga o se deje de hacer.
Pero es claro que tales reuniones, para merecer la protección de las autoridades en los términos de la Constitución, tienen que cumplir, ante todo, con el requisito de ser pacíficas. Si no lo son, pierden su carácter original; se convierten en asonadas, o en ataques de vándalos, y caen bajo el imperio de las normas jurídicas que obligan a las autoridades a reprimirlas y a imponer las sanciones pertinentes, sin perjuicio de la responsabilidad civil generada por los daños que causen.
De modo que, en el concepto de la protesta -amparada por el Derecho, y a la cual no se puede oponer el gobernante, a menos que se trate de un dictador- no está comprendida la violencia contra las personas o las cosas, y si se ejerce, la protesta queda automáticamente despojada de toda garantía. La protesta violenta no puede ser reclamada como derecho. Es un abuso del derecho.
Pensábamos en ello el domingo anterior, cuando a raíz de la visita del presidente Bush -que tampoco gustaba mucho a quien esto escribe- se desataron en Bogotá protestas caracterizadas por la violencia y la barbarie. En el curso de acciones irracionales, absurdas en sí mismas, los manifestantes destrozaron y saquearon establecimientos de comercio y sedes de instituciones financieras, que en modo alguno tenían vinculo con la presencia en el país del Jefe del Estado norteamericano, y que aun en tal caso, de ningún modo tenían que soportar el atropello a sus instalaciones por personas energúmenas, so pretexto del desacuerdo con el huésped.
Ahora los afectados tendrán que demandar a la Nación y especialmente al Distrito -el Alcalde Mayor es el jefe de policía de la capital- para que respondan por los daños inferidos, en razón de una falla en el servicio. Y tenemos que preguntarnos, hacia el futuro, cómo harán los partidos y los sindicatos para evitar que las protestas pacíficas que convocan se les salgan de las manos.
Por supuesto, estos hechos fueron lamentables, y ante el mundo no quedaron mal Bush ni Uribe, sino los que protestaban.
Una vez más decimos que la mala actuación de algunos funcionarios no debe repercutir en daño de las instituciones, por cuanto ello carcome inevitablemente la estructura misma del Estado de Derecho.
Es esa la razón para que hayamos sostenido que los llamados a indagatoria y las detenciones de varios congresistas por sus posibles vínculos con organizaciones delictivas no pueden significar la disolución del Congreso, su cierre, o la anticipación de las elecciones para las que, según la Constitución, faltan todavía más de tres años.
Indudablemente hay una crisis, pero se debe procurar que ella produzca un desenlace benéfico para las instituciones y no a la inversa. Que sirva para llegar a la verdad, la justicia y la reparación, pero no para que, cubiertos muchos por el manto de la duda y la sospecha, mueran Sansón y los filisteos.
En primer lugar, las responsabilidades penales deben establecerse judicialmente, y han de recaer en concreto y de manera individual sobre quienes han incurrido en conductas punibles, de manera estricta y fuerte, pero sin que las sanciones puedan extenderse a personas no comprometidas, cuyos antecedentes son limpios y claros.
¿Cuál sería la razón válida para que quienes aspiraron legítimamente y fueron elegidos lícitamente por los votantes quedaran en forma automática marcados por un baldón colectivo, siendo inocentes?
Además de injusto, eso sería desastroso como precedente en el curso de la vida democrática del país, y causaría desconfianza e inseguridad hacia el futuro acerca del buen uso de los instrumentos de participación popular, principalmente el sufragio. Implicaría minar la credibilidad de todos los procesos electorales, lo cual, a su vez, significaría vivir a sabiendas en una democracia de mentiras.
Lo que se debe hacer es otra cosa: llevar hasta su culminación los procesos iniciados, con confianza en la Corte Suprema de Justicia; acatar y hacer cumplir sus fallos; y propiciar, desde luego, reformas que, para el futuro, garanticen la pureza de los comicios y excluyan de ellos toda posibilidad de burla al Derecho, de fraude, o de imperio de la violencia o los dineros mal habidos.
De la misma manera, se debe distinguir entre los varios casos de filtraciones y conductas irregulares denunciados en estos días en el interior de la Fiscalía General de la Nación, y la institución misma, que como tal no puede perder el norte de su trascendental función.
Lo malo es que, en todos estos casos, contrariando lo que debería ser convicción general, con arreglo al orden jurídico, la opinión pública, por una tendencia natural a extender los efectos de las crisis, viene perdiendo -de modo protuberante- esa confianza, tan valiosa, en sus instituciones.
Muchos factores, en especial los relacionados con los procesos judiciales que se adelantan contra congresistas por posibles vínculos con el paramilitarismo, han incidido en el trámite de los asuntos puestos por el Presidente de la República a conocimiento del Congreso, en uso de su facultad constitucional de convocarlo a sesiones extraordinarias.
Como la Carta Política lo indica, durante esas sesiones, sin perjuicio del control político -que podrá ser ejercido en todo tiempo-, se ocupan las cámaras únicamente en las materias y proyectos que el Gobierno haya incluido en el decreto de convocatoria, ya que precisamente su razón de ser estriba en la necesidad de discutir y resolver sobre cuestiones que no se han alcanzado a tramitar durante las sesiones ordinarias y respecto de las cuales -siendo por lo general urgentes- la Constitución no exige que sean tratadas durante los períodos ordinarios.
Por eso, resulta incomprensible que hayan transcurrido hasta ahora más de tres semanas estériles desde el punto de vista de la actividad del Congreso en sesiones extraordinarias, cuando el Gobierno ha manifestado por el solo hecho de la convocatoria que esos temas señalados en el acto presidencial necesitan pronta evacuación, en el entendido de que, si fuera lo contrario, podrían esperar a la iniciación de las sesiones ordinarias, que tendrá lugar el próximo 16 de marzo, de acuerdo con la Carta Política.
Llamamos la atención sobre el punto, a raíz de los mutuos reproches de los últimos días entre voceros del Ejecutivo y miembros de la coalición de Gobierno, que se supone sería la más interesada en alcanzar los objetivos propuestos por el Presidente de la República, y expresamos estas inquietudes también en el plano abstracto y en lo referente al funcionamiento de las instituciones, que si todas operaran como operaron en esta ocasión las sesiones extraordinarias, serían completamente inútiles.
Preocupa en alto grado que el mecanismo aludido llegue a desgastarse, como en su momento aconteció con la figura del Estado de Sitio. Son modalidades de acción estatal previstas por su misma naturaleza para ocasiones extraordinarias o para tiempos excepcionales, que buscan, precisamente con ese carácter, la solución de problemas o la adopción de decisiones que no dan espera, ya que de lo contrario no serían usadas.
Que el Congreso pierda el tiempo es algo de suyo negativo, y debe ser atendido, para establecer correctivos, por quienes lo dirigen. Pero que el Congreso pierda el tiempo cuando precisamente ha sido llamado a sesionar extraordinariamente por la necesidad apremiante de sus determinaciones, como se supone que ahora ha ocurrido, es algo que carece de toda explicación lógica, jurídica y política.
Ahora bien, el Gobierno -por su parte- no puede limitarse a la convocatoria, y el deber de los ministros, que son el nexo entre el Ejecutivo y el Congreso, tienen precisamente la función de activar los mecanismos constitucionales indispensables para que el Congreso actúe.