Editoriales (852)
El interminable debate sobre el cambio institucional que representó la introducción de la posible reelección inmediata del Presidente de la República ha permitido conocer, entre otras cosas, que existe una generalizada ignorancia, especialmente en algunos círculos de poder, en lo que se refiere al papel que juega el Tribunal Constitucional en la democracia y en torno a lo que implica -con alcances para muchos insospechados- la modificación de elementos básicos en la estructura de la Carta Política.
En lo que respecta al control de constitucionalidad, se ha querido convertir a la Corte en instancia electoral que falle con arreglo a la coyuntura más inmediata, y que lo haga en contra o a favor de una persona en concreto, que es el actual Jefe del Estado.
Y simultáneamente se ha ejercido sobre la Corte Constitucional una inconcebible presión, buscando hacerla responsable de grandes catástrofes si no resuelve de acuerdo con lo que piensa cada uno de los que opinan, desde el punto de vista político o bajo la perspectiva, muchas veces irresponsable, de los diversos comentaristas sobre la cosa pública.
Todo se hace depender de la sentencia que profiera la Corte, ignorando que ésta se limita a cumplir una función en defensa de la intangibilidad de la base misma del sistema jurídico, por lo cual sus acostumbrados detractores se apresuran a condenarla por el fallo que ellos piensan habrá de proferir, cuando en verdad quienes conocemos la manera como, según las normas vigentes, opera ese Tribunal, sabemos que todavía no puede haber posiciones tomadas por los magistrados; que no hay ponencias; que no hay ni siquiera concepto del Procurador General; que, por lo tanto, no ha existido debate alguno sobre el fondo de las pretensiones de los demandantes, y que resulta completamente aventurado presagiar el contenido de las varias providencias que habrán de dictarse al respecto.
Esto que hoy ocurre desinstitucionaliza al país y desfigura el sentido del control de constitucionalidad, en cuanto se pretenda comprometer a la Corte en el logro de cortísimos objetivos de naturaleza transitoria.
No menos inquietante resulta el hecho de que, por la falta de previsión de quienes propusieron la reforma constitucional, deba ahora estar enfrascado el propio Congreso con peligro de perder su competencia, en el diseño de las reglas necesarias para garantizar un equilibrio durante el próximo debate electoral.
Se partió del supuesto equivocado, proclamado por un asesor gubernamental totalmente ajeno a la disciplina del Derecho, según el cual bastaba con “modificar un articulito” de la Constitución, y así se obró, sin que se tenga claro el alcance real de los propósitos buscados, en pos del objetivo político inmediato, sin consideración por el grave daño que con tal falta de sindéresis se ocasionaba a la integridad del sistema jurídico, abruptamente modificado sin ningún examen sobre las repercusiones constitucionales de la reforma.
Un pacto implícito entre los miembros de la sociedad, en el Estado de Derecho, permite la supervivencia de las instituciones y debe cumplirse, so pena de sustituir el orden jurídico por el caos: alguien debe decir la última palabra, administrar justicia y definir el Derecho. Ese alguien es el juez natural en el proceso correspondiente, según la distribución de competencias instaurada por el sistema jurídico.
La Corte Suprema de Justicia es el máximo tribunal de la jurisdicción ordinaria; tiene a su cargo la unificación de la jurisprudencia; mediante su doctrina, orienta a todos los jueces de la República en la interpretación y aplicación de la ley; y su Sala de Casación Penal tiene a cargo de manera exclusiva la competencia para investigar y juzgar a los congresistas, a quienes solamente puede condenar conforme a las leyes preexistentes al acto que se imputa y con la observancia de la plenitud de las formas propias de cada juicio.
Un procesado llega ante su juez natural cobijado por la presunción de inocencia, la cual sólo se puede desvirtuar con pruebas y en el curso de un debido proceso.
Ignorando todo eso, personas no propiamente versadas en Derecho Penal descalifican una providencia de la Corte porque la decisión adoptada no les satisface desde el punto de vista político.
Sin conocer el expediente, ellas dictaminan, de modo arbitrario, que la Corte se equivocó porque el congresista investigado tenía que ser condenado.
Pero la Corte resolvió en ejercicio de su competencia y con arreglo a Derecho. Declaró que una prueba recaudada en territorio extranjero, sin facultades de policía judicial y sin respetar el Convenio de cooperación judicial con el Estado correspondiente, en abierta violación de las normas aplicables, carece de todo valor para condenar a un procesado.
El artículo 29 de la Constitución declara perentoriamente que la prueba obtenida en violación del debido proceso es nula de pleno derecho.
¿Cómo estructurar sobre esa base deleznable y jurídicamente inválida una condena? La presunción de inocencia de una persona no se desvirtúa sino con pruebas acerca de su culpabilidad, de manera que el juez llegue a la plena certeza sobre ésta, con escrupulosa observancia de las garantías procesales.
Digamos una vez más que en un Estado de Derecho no pueden prevalecer los intereses políticos inmediatos sobre la Constitución, las leyes, los Tratados Internacionales y los Derechos Humanos. Acertó la Corte Suprema.
La captura e indagatoria de Alberto Santofimio como posible determinador del magnicidio cometido en la persona de Luis Carlos Galán Sarmiento dio lugar a muchas reacciones, especialmente en relación con el hecho de haberse obtenido algún pronunciamiento judicial sobre la investigación.
“Se ha tomado una gran cantidad de años, pero finalmente se está haciendo justicia”, expresó el expresidente César Gaviria Trujillo, quien llegó a la jefatura del Estado a nombre de Galán en 1990.
“La justicia cojea, pero llega”, han manifestado otros. “Se está haciendo justicia, por fin”, señalan algunos.
La verdad es que, según vemos, aplicando el anterior Código de Procedimiento Penal, pues se trata de delitos anteriores a la vigencia del nuevo sistema penal acusatorio, el proceso hasta ahora principia, al menos respecto de Santofimio. Al momento de escribir estas líneas, tan sólo ha rendido indagatoria y está a la espera de que se resuelva su situación jurídica en relación con la medida de aseguramiento.
Al parecer, nos encontramos bastante lejos de la definición sobre la responsabilidad penal del excongresista, y todavía más lejos de conocer toda la verdad acerca de los antecedentes y motivaciones del asesinato del líder político. La presunción de inocencia de Santofimio permanece incólume, ya que no ha sido desvirtuada, y mal se podría afirmar en este momento que se haya hecho justicia, en uno u otro sentido, en lo que toca con su culpabilidad.
No menos cierto es que han transcurrido ya casi dieciséis años desde aquella fatídica noche de agosto de 1989, y la justicia ha dado palos de ciego en relación con este proceso. Basta recordar los costosos errores cometidos con el señor Hubiz Hasbum, o con el famoso “hombre de la pancarta”.
Surge necesariamente la pregunta: ¿cuál es la razón para que hasta ahora se señale una dirección más firme al proceso judicial?
El delincuente declarante, “Popeye”, puede tener sus razones para declarar hasta ahora, pero creemos que la investigación penal no puede depender de la voluntad de un individuo arrepentido de sus crímenes, o de la oportunidad que éste escoja para añadir o modificar sus anteriores declaraciones. Sí así fuera, y si la voluntad de “Popeye” sólo le hubiera indicado que la declaración debía producirse apenas en su lecho de muerte o a la lectura de su testamento -quién sabe cuándo-, los colombianos tendríamos que esperar la ocurrencia de esos hechos para conocer la verdad sobre la muerte de Galán.
La paquidermia de la administración de justicia causa daño a la comunidad y a las personas, y conduce a la impunidad. ¿Qué nos puede decir la Fiscalía sobre los autores intelectuales del crimen cometido en la persona de Álvaro Gómez Hurtado? ¿Debemos esperar la declaración de algún arrepentido?
Nuestra justicia a veces llega, pero cojea demasiado, y eso no es admisible.
El de la vida es el principal de los derechos fundamentales por cuanto sin la posibilidad cierta y actual de su ejercicio no es posible pensar siquiera en el disfrute de los demás derechos previstos en la Constitución y en los Tratados Internacionales.
La Carta Política lo consagra con tal carácter prevalente, señalándolo en su preámbulo como objetivo primordial del orden jurídico, prohibiendo de modo absoluto la pena de muerte (art. 11 C.P.) y atribuyendo a las autoridades como su principal función la de proteger la vida de todas las personas residentes en Colombia (art. 2 C.P.).
La Corte Constitucional ha sostenido además que la vida garantizada en el Estatuto Fundamental es cualificada, en cuanto tiene que desarrollarse en condiciones de dignidad, y por tanto es mucho más que el hálito que indica la supervivencia.
La vida humana, como don precioso otorgado por el Creador, es un bien superlativo que debe ocupar primordialmente el esfuerzo de la colectividad con miras a su defensa, y no cabe duda ninguna en el sentido de que sus beneficiarios estamos obligados a cuidarla, en el caso propio y en el de los demás. Esa es una responsabilidad anterior a todo precepto positivo.
El derecho a la vida –sería innecesario repetirlo, pero las circunstancias ameritan que se haga- es sagrado, y ello explica que desde los tiempos más remotos las sociedades hayan contemplado en sus legislaciones como la sanción penal más grave la reservada al homicidio.
Algunos ordenamientos llegan a extremar la defensa de la vida afectando la vida misma y asignando al Estado la potestad de aplicar la pena de muerte para el mencionado delito. Quienes no somos partidarios de semejante castigo nos negamos a aceptar que el Estado pueda ser el dueño de la vida; que las decisiones judiciales sean infalibles por definición; que se trate de un mecanismo efectivo para evitar la delincuencia, y que el sistema jurídico pueda asumir válidamente la vindicta contra el delincuente como su razón de obrar.
La vida es patrimonio individual y social, y su preservación surge de la natural tendencia de los hombres hacía la conservación de la especie, y se encuentra ligada, como una de las razones básicas, a la creación misma del aparato estatal.
Lamentablemente, a medida que el tiempo transcurre, quizá por el auge de la violencia en sus diversas formas, la sociedad colombiana se ha venido acostumbrando a los hechos que cotidianamente amenazan o afectan el derecho a la vida. Es así como, a diferencia de épocas pasadas -en que un crimen conmocionaba a la ciudadanía y había un seguimiento por parte de las autoridades y de los medios de comunicación, hasta en los más mínimos detalles del insuceso-, hoy ocurren homicidios y atentados que muchas veces no merecen siquiera los renglones de una información de prensa, a la vez que los grandes crímenes llaman la atención de la colectividad por pocos días, mientras son reemplazados por nuevas noticias, que los desplazan.
La sociedad parece haber adquirido una costra que la hace insensible en relación con los múltiples motivos de peligro de la vida humana. Diríase que hay un indescriptible desdén al respecto, y ya se considera “común y corriente” el asesinato.
La reciente muerte de un joven bachiller de la policía en Bogotá, cuando trataba de impedir un asalto en las dependencias de Transmilenio, así como la pérdida, en extrañas circunstancias, de un menor de 15 años durante una protesta callejera, y las muertes recientes de casi 100 personas en los últimos tres meses en Ciudad Bolívar, de la capital de la República, son apenas algunos de los acontecimientos que ya no son noticia, pero que mueven necesariamente a reflexión. No puede continuar en Colombia el imperio del desprecio por la vida.