Editoriales (852)
Han sido muchas las propuestas formuladas en estos días, referentes a la actitud y estrategia que deberá plantearse por quienes desean la reelección del Presidente Álvaro Uribe si la Corte Constitucional declara que es inexequible el Acto Legislativo número 2 de 2004.
En la gama de posibilidades expuestas, las hay desde unas francamente cantinflescas, como aquella de una fórmula en que Uribe figuraría como candidato a la Vicepresidencia de la República para que, una vez electo el Presidente -quien en tal caso sería simplemente una marioneta-, éste renunciara y se posesionara el Vicepresidente como Jefe del Estado hasta el final del período (estratagema que representaría evidente burla a la normatividad constitucional de 1991, la cual sin duda recobraría vigor en la hipótesis de la inexequibilidad), hasta formas de apelación al Constituyente Primario, en virtud de referendo, de consulta nacional o de plebiscito, pasando por los proyectos de “desobediencia civil” o desacato, contrarios a la vigencia de las instituciones.
Bien vale la pena puntualizar, en torno a algunas de las modalidades sobre las que se ha especulado:
- El referendo constitucional (art 378 C.P.) sería viable para modificar la Constitución Política, restableciendo la reelección, pero creemos que no lo sería para prorrogar el mandato del actual Presidente, si se tiene en cuenta lo dicho por la Corte Constitucional en la Sentencia C-551 de 2003 sobre el referendo de ese año. Además, en el caso de la reforma, se necesitaría una ley de la República, de iniciativa gubernamental o popular, que convocara el referendo; el examen oficioso de esa ley por la Corte Constitucional y el posterior pronunciamiento del pueblo, con el umbral señalado en el artículo 378 de la Carta (no menos de la cuarta parte del censo electoral), y con una mayoría afirmativa de la mitad más uno de los sufragantes. Al parecer, no habría tiempo, respecto de las elecciones presidenciales de 2006.
- En cuanto a la consulta popular, contemplada en el artículo 104 de la Constitución, en cuya virtud el Presidente con la firma de todos los ministros y previo concepto favorable del Senado de la República, puede consultar al pueblo decisiones de trascendencia nacional, siendo obligatoria la decisión popular, el artículo 50 de la Ley 134 de 1994 (Estatutaria de los mecanismos de participación) establece perentoriamente que “no se podrán realizar consultas sobre temas que impliquen modificación a la Constitución Política”.
- Por lo que hace al voto en blanco, al que acudirían los partidarios de Uribe según el artículo 258, parágrafo 1, de la Constitución (modificado por el 11 del Acto Legislativo 1 de 2003), y que obligaría a repetir por una sola vez la votación cuando los votos en blanco constituyeran mayoría absoluta, en nada ayudaría a la indicada pretensión, si se recuerda que la eventual inexequibilidad del Acto Legislativo 2 de 2004, hipótesis de la cual se parte en todos los planes alternativos integrantes del alfabeto, impediría de todas maneras al actual Presidente aspirar, aún en el caso expuesto.
La suerte de las instituciones no puede decidirse en el curso de una agitada sucesión de declaraciones y rectificaciones en los medios de comunicación.
Lo que ha presenciado el país en los últimos días, a propósito de la proximidad de las decisiones de la Corte Constitucional sobre la exequibilidad o inexequibilidad del Acto Legislativo número 2 de 2004, que plasmó la reelección presidencial para el período inmediato, es -por decir lo menos- deprimente.
Las declaraciones, propuestas, planes alternativos, especulaciones y hasta sindicaciones vertidas ante los micrófonos y las cámaras de televisión sobre el asunto que se debate en la Corte, en especial por parte de quienes abanderan la prolongación del mandato del Presidente Uribe, resultan sin duda subversivas, si se las confronta con los postulados esenciales de la democracia y con el imperio de las reglas institucionales propias del Estado de Derecho.
Han sido en extremo desafortunadas las intervenciones públicas del Ministro del Interior y Justicia, mediante las cuales ha pretendido vincular las futuras determinaciones de los magistrados en materia de reelección con inexistentes presiones sobre ellos, supuestamente ejercidas por la guerrilla y el narcotráfico. Tales declaraciones de quien está llamado constitucionalmente (art. 208 C.P.) a dirigir precisamente la cartera de Justicia, a formular las políticas atinentes a su despacho y a guardar las relaciones armónicas entre el Gobierno y los altos tribunales (art. 113 C.P.), así como a cumplir y a hacer que se cumplan las sentencias judiciales, han sido, por su misma expresión, irrespetuosas y desconsideradas, y lo peor es que el Ministro, cuando -vista su imprudencia- pretendió desdecirse ante los medios, agravó las cosas diciendo que no se refería a la Corte, y que lo único manifestado por él había sido que quienes no quieren la reelección del Presidente son guerrilleros o narcotraficantes, con lo cual nos envolvió a muchos que, sin pertenecer a esas delictivas categorías, nos hemos opuesto desde el principio al forzado cambio introducido en nuestro sistema jurídico.
Pidió silencio el Presidente a sus colaboradores. Con razón. Y la Corte Constitucional, por su parte, sólo reconocerá como su interlocutor al Jefe del Estado, todo lo cual debería significar, como significaría en cualquier parte, la caída del Ministro.
Pero, al mismo tiempo, un congresista no ha dudado en llamar públicamente y por anticipado al desacato a las providencias judiciales que profiera la Corte en la materia, si son contrarias a la reelección, en una nueva versión de la estrambótica propuesta formulada hace unos meses por el Senador Mario Uribe, familiar del Presidente de la República. El instigador habla ahora de mecanismos “legales” o “extralegales” para que, de todas maneras, aun contra el fallo, Uribe sea reelegido.
De modo que, según esos congresistas y otros que han hablado también en los últimos días, la Sala Plena de la Corte pierde su tiempo en reunirse -como está obligada a hacerlo, en desarrollo de su función, y según los términos de la Carta Política y del Decreto 2067 de 1991-, pues en vez de debatir sobre argumentos de naturaleza jurídica debería limitarse a consignar en el fallo las últimas cifras de las encuestas sobre popularidad del Presidente, sin más consideraciones, lo que significa, ni más ni menos, que se la está llamando a prevaricar, y que se la acosa, por todas estas impertinentes vías, para que lo haga sin remedio.
Todo ello -claro está- constituye apenas, miradas las cosas en conjunto, salvaje expresión de un talante antidemocrático que no logrará amedrentar a la Corte, la cual -no nos cabe duda- fallará de todas maneras en Derecho, en uno u otro sentido.
Al parecer en un acto desesperado, ante el hecho de no haber obtenido por los mecanismos legales el reconocimiento o indemnización que reclamaba del Estado, un minusválido, acompañado por su hijo menor, decidió secuestrar un avión, granadas en mano, como forma de presionar las decisiones judiciales y administrativas.
Este caso, ampliamente divulgado en estos días por los medios de comunicación, es apenas uno de los muchos que a diario se presentan, sin que gocen de la espectacularidad del mencionado para atraer la atención pública, pero que muestran a las claras una preocupante tendencia de nuestra sociedad a las vías de hecho como procedimientos indicados para obtener éxito en relación con pretensiones no alcanzadas mediante las fórmulas y trámites que señala el ordenamiento jurídico.
En buena parte esta tendencia se ha visto afirmada en los últimos años por la falta de respuesta de los organismos estatales, tanto del Gobierno como de la administración de justicia, ante numerosas inquietudes o necesidades de las personas, quienes finalmente, desengañadas o frustradas, prefieren escoger el erróneo y tortuoso camino de la justicia por mano propia, prescindiendo del Estado y del Derecho.
También ha sido auspiciada tan peligrosa inclinación por los mismos funcionarios y directivos de los organismos estatales, que muchas veces no escuchan los reclamos de la ciudadanía cuando son pacíficamente formulados, o cuando ella hace uso del derecho de petición o de las acciones constitucionales y legales -o no se resuelve con la prontitud requerida, o se resuelve en contra injustificadamente-, pero que con gran presteza acuden a solucionar los problemas bajo la presión, la amenaza, el paro, la marcha, la operación tortuga, la ocupación de oficinas públicas o de lugares de culto, u otras formas similares de obtener los resultados que se ambicionan.
Así, el Estado, que a través de tal comportamiento sienta precedentes, no puede después quejarse cuando nuevas vías de hecho se usan en pos de algún logro que para el ciudadano ha sido imposible por los procedimientos legales.
El Estado, si se observa, está incurriendo en dos faltas muy graves: la primera cuando desdeña, muchas veces sin justificación ni soporte, las peticiones respetuosas o hace ineficaces los recursos y las acciones constitucional o legalmente consagradas para satisfacer las necesidades o reconocer los derechos de los gobernados; la segunda, cuando permite que las vías de hecho y las presiones sí resulten efectivas con los mismos fines. Con ello desestimula al ciudadano que se acoge al Derecho y favorece la actitud no jurídica de quien pretende hacer justicia por su propia mano.
Obviamente, lo dicho no justifica en modo alguno la conducta asumida por personas que incurren en actos como el que ha dado motivo a este comentario. Y en tal sentido, los organismos judiciales correspondientes deben aplicar con severidad y sin miramientos las sanciones que correspondan.
Los pasajeros del avión secuestrado, como los usuarios de los servicios públicos cuando se hacen paros de trabajadores o se desarrolla la operación tortuga, no son los culpables de las situaciones de conflicto generadas ni tienen porqué pagar las consecuencias de las fallas en que incurren los funcionarios y las entidades públicas; siendo claro que sus derechos fundamentales, inclusive la vida -como en el caso de marras- son puestos en grave peligro de manera irresponsable.
Las palabras pierden sentido con mayor velocidad y cobertura de lo que pensamos. O por falta de uso o por su uso demasiado reiterado, o por su uso indebido, o simplemente por el cambio que se produce en las sucesivas generaciones y en las circunstancias, y por cuanto el contexto también cambia.
Así, no es extraño encontrar que un determinado vocablo pase a significar, sin que nos demos cuenta, lo contrario de lo que traducía, generando, también imperceptiblemente, confusión y desconcierto.
Lo propio acontece en el campo del Derecho y en lo que concierne a las instituciones públicas. Con excesiva frecuencia –ahora especialmente- se acude a expresiones que en realidad, histórica y política o jurídicamente, han nacido con cierto y determinado alcance, para expresar procesos, nociones o conceptos diversos y hasta contrapuestos.
Quizá, dentro de tales conceptos, ninguno tan calumniado, tan vilipendiado, tan tergiversado y tan mal entendido como el de “democracia”, usado en no pocas ocasiones, a través de plebiscitos o referendos para legitimar dictadores o para afirmar el poder de quienes quieren eternizarse en él. O para renovar, mediante manipulación, la confianza del electorado en el gobernante, con el consiguiente efecto político.
El concepto de “Derecho”, en su visión objetiva, tiene en muchas ocasiones un efecto restrictivo de la justicia –que es su verdadero fundamento y razón-, y gracias al formalismo de las normas, a la ignorancia o al carácter pusilánime de algunos jueces y a la habilidosa actividad de ciertos litigantes, tiende a convertirse en el “antiderecho”, esto es, en la constante y perpetua voluntad de no dar a nadie lo que en justicia le corresponde, traicionando a Ulpiano.
La palabra “debate”, que en el Diccionario de la Lengua y en el criterio jurídico que inspira su existencia dentro del léxico de la actividad legislativa, quiere decir y debe implicar “controversia sobre una cosa entre dos o más personas”, “contienda, lucha, combate” –desde luego ideológico, político o jurídico-, ha pasado a tener la reducida y mutilada comprensión de “pupitrazo”, o de “decisión ya adoptada e impuesta”, sin controversia ni contienda, y así la entienden y aplican, también habilidosamente, presidentes de cámaras y comisiones, dando por aprobado, sin discusión, lo previamente acordado por mayorías improvisadas, y atropellando a las minorías.
No muy distinto es el caso del vocablo “oposición”, que, de significar legitima formulación de ideas y programas contrarios a los que predominan bajo un cierto establecimiento o en el ejercicio de un gobierno, con el fin de que quienes se oponen se conviertan en alternativas de poder, ofreciendo a los futuros electores soluciones distintas de las que se aplican –lo cual es propio de la dinámica de la democracia-, se ha convertido para algunos en comportamiento antipatriótico, contrario al interés general, o en forma ilegítima de concebir el Estado y la sociedad y de obstaculizar la tarea del Gobierno.
Claro está, faltan muchos otros términos, trastocados y vilipendiados o inmerecidamente enaltecidos, que aquí no alcanzamos a reseñar.