Para cualquier organización social o política, y con mayor razón para el Estado, es tan grave la anomia –ausencia de normas- como el exceso de ellas.
En Colombia padecemos de la segunda enfermedad, y su magnitud ha llegado a un extremo preocupante. Es bien conocida la tendencia, que nos viene quizá desde la época de la Colonia, a solucionar todos los problemas mediante la expedición de leyes, decretos, resoluciones y toda clase de normas jurídicas en los distintos niveles, y esa equivocada inclinación nos ha llevado a un punto de congestión normativa tan grande que no conocemos a un solo abogado, magistrado o profesor universitario que pueda preciarse de conocer a cabalidad al menos todas las normas vigentes sobre su propia especialidad, ni tampoco la doctrina, ni la jurisprudencia que se han desarrollado alrededor de ellas.
En nuestro sistema jurídico -si pudiéramos considerar que tan abigarrado montón de disposiciones conforma un “sistema”, entendiendo por tal el conjunto ordenado y racionalmente programado que tiene por objeto realizar la justicia y la seguridad jurídica en el interior de la sociedad-, hay normas para todo, de las más variadas especies y jerarquías, y –lo más grave- en no pocas ocasiones contradictorias y confusas. Sabemos que la ciencia del Derecho –por su misma naturaleza- no es exacta; que en materia jurídica son muy pocas las cuestiones sobre las cuales resulta posible hacer afirmaciones absolutas o pronunciar la última palabra, pero el Derecho tampoco puede llegar a los extremos de relativismo, inseguridad y ambivalencias a los que ha llegado Colombia en la época actual. En ese mundo insondable, en que la producción normativa, doctrinal y jurisprudencial crecen de modo incesante, se puede perder el jurista más experto, y en la actualidad-lo habrán corroborado los lectores-, en particular cuando se trata de la función judicial –llamada a definir el Derecho- todo está sujeto al constante ir y venir de decisiones, recursos, contra-recursos, revisiones, cambios de jurisprudencia y formulación de novedosas y mutantes teorías. Nada se define. Todo es provisional. Las decisiones se aplazan. Los tribunales suelen proferir fallos que, por esa manía de “prenderle una vela a Dios y otra al demonio”, para quedar bien con todo el mundo, desatienden su misión fundamental de resolver los conflictos de manera justa y certera, generando el caos y la perplejidad.
El ex ministro de Justicia y del Derecho Alfonso Gómez Méndez tuvo la idea de introducir algo de orden y razonabilidad en este mare magnum, y acudiendo a las universidades inició la tarea de buscar las normas jurídicas del nivel legislativo que fueran inútiles o desuetas, para presentar al Congreso un proyecto de ley que las derogue. No sabemos si el proyecto haya quedado listo antes del retiro del Dr. Gómez, pero, si todavía no lo está, resultaría provechoso que el nuevo titular de ese Despacho, Dr. Reyes, diera continuidad a la tarea iniciada.
Al menos hagamos eso.