Informan las agencias internacionales de noticias que una mujer colombiana desmovilizada pidió ser recibida, y lo fue, por el Papa Francisco; que ella le pidió perdón por el daño causado y que lo recibió de inmediato. “Hoy fui testigo de eso, de ver cómo el Santo Padre le concedió ese perdón sin titubeos”, expresó el director general de la Agencia Colombiana para la Reintegración, Alejandro Eder.
Mal podría haber sido de otra manera. Es lo propio del cristianismo, porque si algo caracterizó a su fundador –Jesús de Nazareth- fue precisamente su inmensa capacidad de perdón. Se lo concedió, también sin titubeos, a la mujer adúltera, a María Magdalena y a muchos otros; y pidió a su Padre perdonar a sus verdugos porque, según sus palabras, no sabían lo que hacían. De allí que haya sido tan contraria al propio cristianismo, y tan destructiva de su credibilidad y coherencia, la actitud intolerante e inclemente de la Iglesia Católica en la época de la Inquisición, cuando los tribunales del Santo Oficio negaban el perdón a quienes procesaban, por cuanto les parecía que el “delito” de pensar distinto -lo que llamaban herejía- era absolutamente imperdonable.
De manera que, como en tantos otros asuntos, el actual Sumo Pontífice refleja en su conducta y en su ejemplo los valores y principios esenciales de la doctrina que profesa. La suya ha sido una actitud abierta, clara y espontánea; un renovado mensaje, de verdadero pastor y de auténtico líder espiritual.
Tanto más valioso es el mensaje papal, en cuanto la solicitante del perdón fue una colombiana vinculada a la organización guerrillera y hoy arrepentida de sus crímenes y consciente del dolor causado por sus acciones, cuando precisamente en Colombia se debate acerca de si nuestra sociedad es capaz de perdonar a los integrantes de grupos armados que se desmovilicen. Y sobre hasta dónde puede llegar ese perdón.
Las posiciones al respecto son diversas. Van desde el extremo de confundir el perdón y la reconciliación con la impunidad y con la total ausencia de justicia, inclusive respecto a crímenes de lesa humanidad, hasta el extremo contrario, que rechaza de plano toda forma de acuerdo en virtud del diálogo; que proclama la vindicta como derecho y la justicia como negación del perdón. Pasando por las concepciones intermedias, que se esfuerzan por lograr un punto de equilibrio, al amparo del Derecho pero en el entendido de que la justicia transicional exige normalmente alguna dosis de perdón.
Quien esto escribe estima necesario al respecto: 1) Que, de parte y parte, se sustituya la actitud vengativa y pendenciera predominante por buena voluntad, sinceridad y comprensión; 2) Que cualquier acuerdo en materia de justicia se examine con cuidado, a la luz de la Constitución, de los Tratados Internacionales y del Derecho Internacional Humanitario, en procura de decisiones transicionales de excepción, equitativas y razonables; 3) Que se erradique toda forma de “guerra sucia” contra el proceso de paz, pero que, a su vez, los guerrilleros -como demostración de su ánimo de reconciliación-, pongan fin de una vez por todas a los actos terroristas y renuncien al crimen y al engaño.
En cuanto al perdón, resulta imprescindible –en mayor o menor medida- como factor determinante para que llegue a feliz término el proceso de paz. Sin perdón no puede haber reconciliación.