Lo acontecido en París durante estos tres días dará lugar a mucho análisis; a mucha reflexión; a muchas investigaciones; a muchas tesis encontradas sobre el poder del terrorismo; acerca del papel del Estado frente a él; en torno al alcance y límites de los derechos. En fin, aún en el caso de que las cosas hayan llegado hasta ahí y si todo terminó con la muerte de los terroristas, mucho se dirá y muchas consecuencias se seguirán.
Preocupa, desde luego, que estos hechos impulsen las tesis de la extrema derecha. Ya, inclusive, la líder conservadora Marine Le Pen ha aprovechado el pánico general ocasionado por el cobarde asesinato de los caricaturistas y policías en la sede de Charlie Hebdo -una verdadera masacre- para proponer que se convoque a referendo con miras a reinstaurar la pena de muerte en Francia. No somos partidarios de ella y, además de las razones filosóficas y jurídicas en que nos apoyamos, pensamos que nada soluciona; que sería un anacronismo; que implicaría un gran retroceso para Francia, y que, en cambio, se prestaría para muchas irreversibles injusticias.
Por lo pronto, ante los últimos acontecimientos, nuestra primera impresión sobre lo sucedido en la tarde del 9 de enero, es que, si bien la pena de muerte no existe en Francia, se la aplicaron a los terroristas sin juicio previo. Murieron tanto los dos hermanos Cherif y Said Kouachi –los asesinos del 7 de enero- como Amedy Coulibaly -al parecer en conexión con ellos, y quien no sólo mató a una agente de policía el jueves sino que tomó a varios rehenes en una tienda, dejando un saldo de cuatro de ellos muertos-. ¿Habría podido evitarse? Que lo digan los expertos en esa clase de operativos.
Veremos cómo reacciona la opinión pública de Francia y del mundo ante el hecho de que esos terroristas se hayan llevado a la tumba el secreto sobre el origen de sus feroces acciones. Si actuaron por cuenta propia; si hay un diabólico plan en marcha contra ese país, contra Europa o contra Occidente; si todo fue organizado por Al Qaeda, al parecer desde Yemen; si tuvo algo que ver el Estado Islámico; si hay otro grupo, con sede en Francia o en otro país o países europeos. Quizá, muchas cosas podrían haberse sabido si hubiesen sido capturados. Pero los mataron, y ahora deben investigar con base en lo que se tiene, y con mayor dificultad.
Ahora, los ochenta y ocho mil efectivos policiales tendrán que buscar a la mujer que escapó de la tienda y que acompañaba a Amedy Coulbaly, llamada Hayat Boumeddiene, de 26 años, quien podría dar buenas pistas a las autoridades.
En otro aspecto –el que nos interesa desde el punto de vista de la juridicidad-, este luctuoso episodio deja muchas inquietudes, principalmente la que hemos destacado desde el primer momento: si el ejercicio de la libertad de expresión -un invaluable logro de la civilización y del Estado de Derecho, cuya garantía está plasmada en las constituciones y en los tratados internacionales como elemento esencial e insustituible de la democracia- se puede convertir en una posible condena a muerte. Si una caricatura, una sátira, una columna periodística, por no agradar a alguien, autoriza a ese alguien a “vengar” –como dijeron los atacantes del 7 de enero- la ofensa mediante el uso de las armas, es decir, por el tortuoso camino del crimen. Si la sociedad se va a dejar amedrentar por los violentos, y si los medios de comunicación van a claudicar, como ya lo han hecho en muchas ocasiones varios de ellos para evitar represalias provenientes del fanatismo religioso, de las venganzas mafiosas o de la sensibilidad política de personas o grupos concernidos o interesados, la civilización ha perdido su tiempo, y la libertad ha sido inmolada en el altar del miedo. Si ello acontece, la razón ha sido derrotada por la fuerza, y eso no lo puede admitir ningún sistema democrático.
En cuanto a las religiones, debemos decir, sin titubeos: todas las creencias religiosas –el catolicismo, el cristianismo no católico, el budismo, el judaísmo, el islam, las tradiciones espirituales y los ritos de las comunidades indígenas, y cualquiera otra- son igualmente respetables, y deben ser tratadas con respeto. Sus símbolos, sus líderes, sus íconos, sus expresiones culturales, deben ser objeto de consideración. Al fin y al cabo, las convicciones religiosas provienen del ejercicio de la libertad de conciencia, y sus prácticas, ritos y ceremonias, de la libertad de cultos, que también son derechos fundamentales. Los valores religiosos son sagrados, no solamente para quienes profesan el credo respectivo sino para quienes no lo comparten. Los credos deben ser respetados por todos. No está bien que se los vitupere u ofenda; que se los insulte; que se los calumnie; que se haga mofa de ellos.
Pero, si alguna de tales situaciones se presenta, por la actitud agresiva de un medio de comunicación o de un periodista o humorista, y si públicamente ha sido ofendida una religión, los sistemas jurídicos deben contemplar la responsabilidad posterior –no la censura- por los daños morales causados a la colectividad religiosa, y los mecanismos para hacerla efectiva. Lo que resulta inadmisible, por desproporcionado y torpe, es el uso de la violencia como forma de reivindicación del respeto que merece la religión.
Las libertades no son absolutas y debe existir responsabilidad posterior cuando se irrogan perjuicios. Son las vías jurídicas las que deben ser utilizadas para lograr el resarcimiento o, en su caso, la rectificación. Ellas son lícitas, y el Derecho ha sido instaurado precisamente para resolver pacíficamente los conflictos que se presentan en el seno de toda sociedad. Lo demás es salvaje.