Editoriales (852)
Al momento en que estas líneas se publiquen probablemente ya la Corte Constitucional haya decidido, en ejercicio del control automático, acerca de la exequibilidad del Decreto 1837 del 11 de agosto de 2002, por el cual se declaró el Estado de Conmoción Interior, y quizá también sobre la del Decreto 2002 del 2002, por el cual se adoptaron medidas para controlar el orden público y se establecieron las zonas de reconciliación y rehabilitación.
Aunque expresando de antemano el respeto que nos merece lo que decida esa Corporación –a la cual corresponde privativamente el control judicial respecto de los aludidos decretos (Arts. 214 y 241-7 C.P.), pese a la atrevida posición de algún consejero de Estado-, cabe exponer, desde el punto de vista académico, algunas inquietudes de índole constitucional sobre el tema:
1. La conmoción interior no es un Estado durante el cual desaparezca o sufra interrupción la vigencia del Estado de Derecho, o se abra un paréntesis en el imperio de la Constitución Política con todas las garantías y libertades que protege.
30 DE SEPTIEMBRE DE 2002
(*) Exmagistrado y Conjuez de la Corte Constitucional. Profesor de Derecho Constitucional.
2. Los actos del gobierno durante ese tiempo, en cuanto son el resultado del ejercicio de facultades superiores a las que normalmente tiene, están sujetos a control: el político a cargo del Congreso y el jurídico, en cabeza exclusiva de la Corte Constitucional.
La Conmoción Interior, como en general los denominados “estados de excepción”, tiene por propósito único el restablecimiento de la normalidad en materia de orden público.
Como el responsable del mantenimiento y recuperación del orden público en todo el territorio es el Presidente de la República (Art. 189 C.P.), es a él –con la firma de todos los ministros- a quien corresponde impedir que se desborden las situaciones de ruptura o resquebrajamiento de las condiciones normales en que se desenvuelven la actividad del Estado y la vida de la sociedad.
Es evidente que, dada precisamente esa circunstancia excepcional, el Presidente debe poder actuar de manera más contundente contra los factores de desestabilización, y por eso, sobre la base de que las atribuciones ordinarias de las que disponen el Gobierno y las autoridades de policía no sean suficientes para controlar las causas de la perturbación e impedir que se extiendan, la Constitución contempla facultades de carácter extraordinario en su cabeza, que él mismo asume cuando declara turbado el orden público y en estado de conmoción todo o parte del territorio nacional.
Para acceder a las atribuciones de excepción, basta cumplir, desde el punto de vista formal, los requisitos consistentes en expedir un decreto motivado, con las firmas del Presidente de la República y de todos los ministros, en el cual se declare el estado de conmoción interior y se diga explícitamente si éste se pone en vigencia en todo o en parte del territorio; desde cuándo y durante qué lapso –que no puede exceder de noventa días, si bien éstos pueden ser prorrogados por igual término dos veces, la segunda con concepto previo y favorable del Senado-.
Se trata simplemente de hacer explícito un hecho o un conjunto de hechos que conducen al Gobierno al uso de instrumentos de mayor efectividad con miras a la guarda y preservación de las condiciones mínimas de estabilidad en el seno de la sociedad. De allí que se trate apenas de una declaración, como reconocimiento de fenómenos existentes, que a su vez implica un cambio cualitativo en el cúmulo de las atribuciones presidenciales.
El Gobierno hace tal declaración sin consultar con ningún otro órgano ni rama del poder público, y, a diferencia de las facultades extraordinarias en tiempos de paz (Art. 150, numeral 10, C.P.), no necesita de una ley específica a través de la cual se lo revista de poderes distintos de los que constitucionalmente le han sido asignados.
Ha desaparecido la antigua exigencia prevista en la Constitución de 1886, sobre previa consulta al Consejo de Estado, Corporación que hoy nada tiene que ver con los estados excepcionales.
Desde el punto de vista material, las exigencias constitucionales son claras (Art. 213 C.P.): grave perturbación del orden público que atente de manera inminente contra la estabilidad institucional, la seguridad del Estado, o la convivencia ciudadana, y que no pueda ser conjurada mediante el uso de las facultades extraordinarias de las autoridades de policía.
Debe subrayarse que se trata de situaciones graves y de atentados inminentes, conceptos que tienen su propio alcance, de modo que no cualquier suceso da lugar a la conmoción interior; y debe insistirse en que esas situaciones graves y esos peligros inminentes, para que den lugar a las atribuciones de excepción, deben salirse del control del que dispone el Estado en virtud de la normatividad prevista para las épocas comunes.
El Presidente dispone, a partir de la declaración, de las facultades directa, específica y exclusivamente necesarias para conjurar la crisis de orden público, y puede expedir decretos legislativos capaces de suspender la legislación ordinaria cuya vigencia pueda ser contraria a tal objetivo. Hoy por hoy, con base en lo dispuesto por la Ley Estatutaria 137 de 1994, el Gobierno debe precisar cuáles normas legales suspende, expresando el motivo por el cual ello es indispensable, y evitando así una suspensión genérica de la legislación, lo cual, como acontecía antes de este precepto, crea inseguridad jurídica y se presta para abusos y torcidas interpretaciones del ordenamiento.
Ahora bien, el artículo 214 es perentorio al afirmar que el Presidente y los ministros son responsables cuando declaren los estados de excepción sin haber ocurrido los hechos que dan lugar a la conmoción, y que lo serán también por cualquier abuso que hubieren cometido en el ejercicio de las facultades extraordinarias en mención.
Por su parte, el mismo artículo 213, sobre Estado de Conmoción Interior, declara sin rodeos que en ningún caso los civiles podrán ser investigados o juzgados por la justicia penal militar. Ya la Corte Suprema de Justicia, en el Gobierno del Presidente Virgilio Barco, había declarado la inconstitucionalidad de un decreto de Estado de Sitio en tal sentido, modificando la tradicional jurisprudencia de ese Tribunal en la materia durante la vigencia de la Constitución de 1886. Aquí buscó el Constituyente de 1991 que los militares fallaran para los militares en servicio activo y únicamente en relación o a propósito del mismo servicio, y que los civiles hicieran lo propio con los civiles, despojando al sistema de un sabor militarista que no es apropiado dentro del concepto democrático de la nueva Constitución.
3. Las facultades del Ejecutivo durante el Estado de Conmoción Interior, además de las que expresamente consagra el artículo 213 de la Carta Política, que le permiten expedir decretos legislativos con carácter transitorio destinados exclusivamente a conjurar las causas de la perturbación, están previstas, como ya se indicó en una Ley Estatutaria, en la actualidad la Ley 137 de 1994, ya declarada exequible por la Corte Constitucional.
Al respecto, debemos anotar que la sola existencia de una cierta facultad entre las que enuncia por vía general dicha Ley Estatutaria no significa que en todas las ocasiones en que se declara el Estado de Conmoción Interior tenga forzosamente que ser usada o puesta en vigencia, pues, dentro de un concepto que hace prevalecer la idea y la práctica de la libertad sobre las posibilidades de represión, la Constitución exige proporcionalidad entre los hechos y las medidas que se adoptan, y además, de modo expreso la propia Ley Estatutaria, en su artículo 9, manifiesta:
“Artículo 9. Uso de las Facultades. Las facultades a que se refiere esta ley no pueden ser utilizadas siempre que se haya declarado el estado de excepción sino, únicamente, cuando se cumplan los principios de finalidad, necesidad, proporcionalidad, motivación de incompatibilidad, y se den las condiciones y requisitos a los cuales se refiere la presente ley”.
Tales principios son los que consagran los siguientes preceptos de la Ley Estatutaria así:
“Artículo 10. Finalidad. Cada una de las medidas adoptadas en los decretos legislativos deberá estar directa y específicamente encaminada a conjurar las causas de la perturbación y a impedir la extensión de sus efectos.
Artículo 11. Necesidad.Los decretos legislativos deberán expresar claramente las razones por las cuales cada una de las medidas adoptadas es necesaria para alcanzar los fines que dieron lugar a la declaratoria del estado de excepción correspondiente.
Artículo 12. Motivación de incompatibilidad.Los decretos legislativos que suspenden leyes deberán expresar las razones por las cuales son incompatibles con el correspondiente estado de excepción.
Artículo 13. Proporcionalidad.Las medidas expedidas durante los estados de excepción deberán guardar proporcionalidad con la gravedad de los hechos que buscan conjurar.
La limitación en el ejercicio de los derechos y libertades sólo será admisible en el grado estrictamente necesario, para buscar el retorno a la normalidad”.
4. Debe, por tanto, establecerse una particular y específica relación entre las posibilidades de acceder a esas facultades en concreto y la situación de la cual se trata, luego es erróneo afirmar, como lo ha hecho el Gobierno, que la “transcripción servil” del texto de la Ley Estatutaria (en algunos de sus apartes) en el Decreto 2002 de 2002, garantice ya la constitucionalidad de las medidas adoptadas.
5. Por ello, es la situación fáctica que el propio Gobierno expuso al declarar la Conmoción Interior la que delimita el ámbito de sus atribuciones en los términos de la Constitución y de la Ley Estatutaria. Y como debe existir proporcionalidad y necesidad en todas y cada una de las medidas, aun incluida una atribución en la generalidad de dicha Ley Estatutaria, no siempre puede usarse; depende del caso y de las circunstancias.
6. Las medidas contenidas en el Decreto relativas a la libertad personal, la inviolabilidad de domicilio y la libertad de comunicación no pueden aplicarse por parte de la autoridad militar o de policía cuando lo crea conveniente. La regla general es la necesidad imperativa de una orden judicial escrita, como resulta de los artículos 15 y 28 de la Constitución.
Y en los casos extremos en que no sea posible conseguir a una autoridad judicial, como lo prevé la Ley Estatutaria en materia de aprehensión preventiva de personas (Art. 38-f), la propia Ley Estatutaria trae una regla que no puede olvidarse:
“Artículo 21. Atribuciones precisas de funciones judiciales a autoridades civiles. Cuando existan lugares en los cuales no haya jueces o éstos no puedan, por la gravedad de la perturbación, ejercer sus funciones, el Gobierno, mediante decreto legislativo, podrá determinar que las autoridades civiles ejecutivas ejerzan funciones judiciales, las cuales deberán ser claramente precisadas, y diferentes a las de investigar y juzgar delitos. Las providencias que dicten tales autoridades podrán ser revisadas por un órgano judicial de conformidad con el procedimiento que señale el decreto legislativo”.
7. Finalmente, conviene verificar si lo dispuesto en el artículo 1 del Decreto 2002 de 2002, a cuyo tenor la Fiscalia designará un fiscal y una unidad del CTI, con dedicación exclusiva, en cada una de las unidades operativas menores de las Fuerzas Militares, y su función de acompañar a la Fuerza Pública en todos los operativos, se han consagrado para que –a manera de funcionarios portátiles-, entre armas y uniformes, impartan las órdenes judiciales de aprehensiones, allanamientos e interceptaciones.
Si es así, no resulta nada garantista la orden judicial impartida bajo presión y apremio. Y, por el contrario, sería una forma de “llenar” el requisito constitucional mediante un procedimiento burdo y arbitrario.
En fin, mediante las anteriores referencias queremos expresar, una vez más, que la conservación del orden público, o su recuperación cuando haya sido roto, no pueden ser excusa para afectar el núcleo esencial de la libertad ni de los derechos. Y al respecto, la Academia tiene muchísimo que aportar, escudriñando en cada caso las medidas que se adopten.
30 DE SEPTIEMBRE DE 2002
Hace varios días, cuando principió la invasión a Irak, analizamos con el periodista Carlos Ruiz en la Cadena Melodía de Colombia un escrito publicado en el Diario “El País” de Madrid por el juez Baltasar Garzón, en el que criticaba abiertamente al Presidente José María Aznar por su apoyo a la guerra.
Decíamos entonces que muy probablemente este artículo, de gran contundencia y fuerza, traería problemas al magistrado, dada la tendencia de algunos a creer que los jueces no pueden opinar, como si ellos no hicieran parte de la sociedad ni gozaran de los derechos mínimos reconocidos a toda persona en el seno de la democracia, por el solo hecho de hacer parte integrante de un tribunal.
Pues bien, no nos equivocábamos. El juez Garzón fue denunciado disciplinariamente ante el Consejo Superior de Administración de Justicia de España –tribunal equivalente a la Sala Jurisdiccional Disciplinaria de nuestro Consejo Superior de la Judicatura-, indicando los denunciantes que Baltasar había faltado a su deber de imparcialidad y había incurrido en falta grave por haber publicado la columna en referencia.
Hace muy poco se ha producido la decisión del Consejo, que mediante votación de tres contra dos de sus componentes, se ha negado inclusive abrir expediente contra el juez, considerando que no hay base jurídica alguna para iniciar proceso disciplinario contra él.
El juez Garzón -ha dicho el Consejo- se limitó a hacer uso de su facultad de expresión, garantizada a todos los españoles y a todos los residentes en España por el artículo 20 de la Constitución, coincidencialmente el mismo número del precepto que contempla esa libertad en la Constitución colombiana de 1991.
Al respecto, cabe decir que la determinación judicial no puede haber sido más oportuna y clarificadora, no solamente acerca de los alcances de la libertad de expresión en sí misma sino acerca de los límites impuestos a los jueces en razón de sus funciones.
En Colombia, aunque algunos sectores anclados en la década de los 40 del siglo pasado, todavía sostienen que los jueces solamente pueden hablar a través de sus providencias, la libertad de expresarse y de opinar está nítidamente plasmada en la Ley Estatutaria de Administración de Justicia (270 de 1996), que debe interpretarse y aplicarse únicamente a la manera como, en fallo obligatorio (Sentencia C-037 de 1996), la entendió la Corte Constitucional.
Es claro que, mientras el juez o magistrado no prejuzgue, es decir, mientras no adelante, por cualquier medio individual o masivo, su voto o fallo sobre un proceso en curso, goza de la plenitud de la garantía constitucional de expresión, que corresponde a un derecho fundamental.
Los jueces no están excluidos del artículo 20 de la Constitución, ni en Colombia ni en España; integran la comunidad; les interesa su suerte y tienen mucho qué decir al respecto. Coartarles su libertad es un exabrupto.
Hace varios días, cuando principió la invasión a Irak, analizamos con el periodista Carlos Ruiz en la Cadena Melodía de Colombia un escrito publicado en el Diario “El País” de Madrid por el juez Baltasar Garzón, en el que criticaba abiertamente al Presidente José María Aznar por su apoyo a la guerra.
Decíamos entonces que muy probablemente este artículo, de gran contundencia y fuerza, traería problemas al magistrado, dada la tendencia de algunos a creer que los jueces no pueden opinar, como si ellos no hicieran parte de la sociedad ni gozaran de los derechos mínimos reconocidos a toda persona en el seno de la democracia, por el solo hecho de hacer parte integrante de un tribunal.
Pues bien, no nos equivocábamos. El juez Garzón fue denunciado disciplinariamente ante el Consejo Superior de Administración de Justicia de España –tribunal equivalente a la Sala Jurisdiccional Disciplinaria de nuestro Consejo Superior de la Judicatura-, indicando los denunciantes que Baltasar había faltado a su deber de imparcialidad y había incurrido en falta grave por haber publicado la columna en referencia.
Hace muy poco se ha producido la decisión del Consejo, que mediante votación de tres contra dos de sus componentes, se ha negado inclusive abrir expediente contra el juez, considerando que no hay base jurídica alguna para iniciar proceso disciplinario contra él.
El juez Garzón -ha dicho el Consejo- se limitó a hacer uso de su facultad de expresión, garantizada a todos los españoles y a todos los residentes en España por el artículo 20 de la Constitución, coincidencialmente el mismo número del precepto que contempla esa libertad en la Constitución colombiana de 1991.
Al respecto, cabe decir que la determinación judicial no puede haber sido más oportuna y clarificadora, no solamente acerca de los alcances de la libertad de expresión en sí misma sino acerca de los límites impuestos a los jueces en razón de sus funciones.
En Colombia, aunque algunos sectores anclados en la década de los 40 del siglo pasado, todavía sostienen que los jueces solamente pueden hablar a través de sus providencias, la libertad de expresarse y de opinar está nítidamente plasmada en la Ley Estatutaria de Administración de Justicia (270 de 1996), que debe interpretarse y aplicarse únicamente a la manera como, en fallo obligatorio (Sentencia C-037 de 1996), la entendió la Corte Constitucional.
Es claro que, mientras el juez o magistrado no prejuzgue, es decir, mientras no adelante, por cualquier medio individual o masivo, su voto o fallo sobre un proceso en curso, goza de la plenitud de la garantía constitucional de expresión, que corresponde a un derecho fundamental.
Los jueces no están excluidos del artículo 20 de la Constitución, ni en Colombia ni en España; integran la comunidad; les interesa su suerte y tienen mucho qué decir al respecto. Coartarles su libertad es un exabrupto.
En lo últimos meses, desde cuando se hizo conocido en todo el mundo que los tribunales islámicos nigerianos condenaron a varias mujeres y parejas a la pena de lapidación, por infidelidad o adulterio, o por otras faltas, de acuerdo con la Sharía (Ley islámica), se ha vuelto a discutir sobre esta brutal forma de sanción, que poco a poco ha ido desapareciendo del esquema penal de distintas legislaciones, pero que todavía se aplica en algunos países.
El tema sigue en boga a raíz de la campaña que se adelanta por Internet y otros medios, por iniciativa de la Organización “Amnistía Internacional” y distintas asociaciones de derechos humanos, para evitar que sea ejecutada la pena impuesta desde marzo por un tribunal islámico contra Amina Lawal Kurami, una mujer condenada luego de haber dado a luz fuera del matrimonio.
La lapidación es un método de ejecución en que el condenado es muerto a pedradas, y se aplicó al comienzo por delitos como la traición o por atentados contra el interés de la colectividad, pero especialmente fue utilizado –como se recordará- aun en la época de Jesús, contra las mujeres adúlteras.
Según Martín Monestier en su libro “Penas de muerte”, se aplicaba, además, para la infidelidad de una prometida, la profanación del nombre de Dios, el sacrificio a las divinidades extranjeras, la rebelión de un hijo descarriado contra sus padres, o también por el hecho de desposarse con la hermana, y como castigo contra el incesto en general.
Los verdugos, en el caso de la lapidación, pueden ser los oficiales, designados por el Estado, o los soldados, o también cualquier pariente de la victima del delito, o la victima misma, amigos, o hasta el mismo pueblo.
Se trata no solamente de una ejecución, en cuanto ocasiona la muerte, sino primordialmente de un escarmiento, con el propósito de hacer conocer de todos las consecuencias de las conductas sancionadas, y por ello implica también una gran tortura. A tal punto que en Irán el Código Penal Islámico, que reintrodujo en ese país la pena de lapidación, estipula, como lo recuerda Monestier, que la muerte no debe ser causada por una sola piedra. “Estas no deben ser tan grandes como para que el condenado muera después de haber recibido una o dos, ni tampoco tan pequeñas como para que no se les pueda dar el nombre de piedras”.
Monestier dice que “para que no exista error de calibre durante las lapidaciones, es el Gobierno el que proporciona las piedras, llevadas en camión hasta el lugar de la ejecución”.
Se trata, como se ve, de una práctica de extraordinaria violencia y altamente ofensiva de los derechos humanos. Y las más recientes condenas, que, pronunciadas contra mujeres por adulterio, muestran igualmente una tendencia a la discriminación en contra del sexo femenino, han provocado la justificada protesta de las organizaciones feministas en todo el mundo, la recolección de firmas en contra de los sistemas penales que contemplan este castigo, y hasta la decisión de varios países de no participar este año en el reinado de belleza que habrá de llevarse a cabo en Nigeria.
Como se recordará, la Unión Europea criticó con especial dureza el caso de la nigeriana Amina Lawal, y calificó de “sádica” la Sentencia del Tribunal correspondiente.
Son pocos los países que aplican hoy la lapidación. Que recordemos, si en estos días no se ha producido algún cambio, está prevista, como castigo reservado a las mujeres, en Sudán, Irán, Emiratos Árabes Unidos, y 13 de los 36 estados de Nigeria, desde hace dos años; también en Mauritania, Yemen del Norte y Pakistán.
Pero afortunadamente, la tendencia abolicionista es cada vez mayor, no solamente por fuera sino dentro de los países que todavía contemplan la pena, y no podría ser de otra manera, pues mucho ha avanzado la humanidad en la defensa de los derechos inalienables que corresponden al ser humano en cuanto tal, por sí mismo y en razón de su dignidad.