Editoriales (852)

¿INTERVENCIÓN EN POLÍTICA?

02 Feb 2004
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Bien que provenga, sin decirlo, del propio Presidente Uribe, o que se trate de un caso de “lambonería” de sus amigos, no puede ser más inoportuna la idea de reformar la Carta Política para facilitar la reelección del actual Jefe de Estado –con nombre propio, y no con carácter general-  o para prorrogar, sin más trámite, el período de cuatro años para el cual fue elegido por el pueblo.

 

Especialmente, carece de presentación que sean precisamente subalternos suyos en actual ejercicio de funciones –como es el caso de la Embajadora en España Noemí Sanín, o el del Ministro del Interior y Justicia Sabas Pretelt, o el del Asesor de la Presidencia Fabio Echeverry-  los que pretendan impulsar de nuevo una propuesta que el año anterior se llevó al Congreso y se hundió en dos oportunidades.

 

Tenemos la impresión de que, al menos en cuanto a la Embajadora y el Ministro     -pues ignoramos cuál es el vínculo jurídico de Echeverri con el Gobierno-, sus cargos les impiden, en cuanto servidores públicos, participar en las actividades y controversias políticas, y no es otra cosa que un tema indudablemente político el que, con referencia a un período presidencial en concreto se está discutiendo. En efecto, no se trata tan sólo de un proyecto oficial para modificar objetivamente y en abstracto las normas constitucionales al respecto hacia el futuro, comprometiendo los períodos de los próximos presidentes  -lo que resultaría perfectamente admisible en cuanto el Gobierno se encuentra autorizado constitucionalmente para promover enmiendas a la Carta-,  sino que estamos indudablemente frente a una campaña desde ya instaurada con miras a alargar la presencia de Álvaro Uribe  -de él y no de otro-  en la Casa de Nariño, lo cual desde luego es simple y llanamente un concepto de política activa, más todavía cuando se lo ha unido en estos días al proyecto de conformar un nuevo partido político de origen y conformación uribista.

 

Nos preguntamos  en ese orden de ideas si no resulta aplicable la norma del artículo 127 de la Constitución, según la cual “a los empleados del Estado y de sus entidades descentralizadas que ejerzan jurisdicción, autoridad civil o política, cargos de dirección administrativa, o se desempeñen en los órganos judicial, electoral, de control, les está prohibido tomar parte en las actividades de los partidos o movimientos y en las controversias políticas, sin perjuicio de ejercer libremente el derecho al sufragio”.

 

No nos convence la disculpa del doctor Pretelt en el sentido de que habla “a título personal”, ya que es precisamente hablar u obrar a título personal a favor de una determinada propuesta política, cuando uno es alto funcionario del Estado -que, en consecuencia, está obligado a la imparcialidad- lo que está prohibido. Esa es la garantía de la que deben gozar todos los demás: la de que el poder no se utilice a favor de un candidato.

 

Corremos traslado público de este asunto al señor Procurador General de la Nación –cuya imparcialidad y rectitud son bien conocidas-  para que analice si los señalados funcionarios están o no haciendo política. Sería bueno saberlo, para despejar dudas.

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NOS DEVOLVIMOS

28 Ene 2004
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So pretexto de la lucha contra el terrorismo, el Gobierno logró finalmente, en las postrimerías del año pasado, la aprobación del llamado “estatuto antiterrorista”, una reforma constitucional mediante la cual nos hemos trasladado, en materia de garantías ciudadanas, mucho más atrás de la superada época del artículo 28 de la Constitución de 1886.

 

Esa norma, derogada en 1991, establecía que aún en tiempo de paz, pero habiendo graves motivos para temer perturbación del orden público, podían ser aprehendidas y retenidas mediante orden del Gobierno y previo dictamen de los ministros, las personas “contra quienes haya graves indicios de que atentan contra la paz pública”. El artículo 141 de la misma Constitución exigía que la aplicación de esa figura contara con el previo concepto del Consejo de Estado.

 

La Cartadel 91, dentro de un concepto garantista, estableció con claridad en el artículo 28 que la privación de la libertad de una persona requería –salvo el caso de la flagrancia-  mandamiento escrito de autoridad judicial competente, con las formalidades legales y por motivos previamente establecidos en la ley. Las autoridades administrativas quedaron, pues, excluídas de la posibilidad de ordenar la detención, captura, aprehensión o retención de las personas.

 

Esa norma preservaba la libertad personal, toda vez que exigía la decisión judicial, la cual también se requería para el registro del domicilio (Art. 28) y para la interceptación de comunicaciones en sus distintas modalidades (Art. 15), pero ha quedado prácticamente inutilizada por las disposiciones del Acto Legislativo número 2 de 2003, cuyo texto, por el cual se enmienda el artículo 28 de la Constitución, si bien repite los requisitos para que alguien pueda ser molestado en su persona o familia, reducido a prisión o arresto, detenido, o su domicilio registrado, agrega que una ley estatutaria reglamentará la forma en que, sin previa orden judicial, las autoridades que ella señale puedan realizar detenciones, allanamientos y registros domiciliarios, con cautelas apenas formales como el aviso inmediato a la Procuraduría y el control judicial posterior dentro de las 36 horas siguientes, siempre que existan serios motivos para prevenir la comisión de actos terroristas.

 

Esa misma regla se aplicará respecto de interceptaciones o registros de correspondencia  y demás formas de comunicación privada, de acuerdo con el artículo 1 de la reforma, que modifica el 15 de la Constitución.

 

La nueva orientación constitucional, consistente en “dejar en manos” de funcionarios no judiciales (los que indique el legislador) la suerte de la libertad y los derechos, bajo un talante de largueza basado en la función preventiva del terrorismo, significa que en la práctica se haya borrado de un plumazo la garantía constitucional. Bastará que a alguien lo señalen como posible terrorista o se sospeche que lo es o piensa serlo para que, automáticamente y sin pasar antes por el examen de un juez, quede privado de ella en forma absoluta.

 

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LA CORTE CONSTITUCIONAL

20 Ene 2004
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No creo que la Corte Constitucional sea perfecta. Tampoco pienso que sus magistrados estén libres de errores, y son varios los eventos en que me he separado de sus conceptos en el campo jurídico. Así ocurrió siempre, inclusive –y quizá con mayor fuerza- cuando era miembro de esa ilustre Corporación, a cuyo cargo ha sido confiada la guarda de la integridad y supremacía de la Carta Política.

 

Es más, no tanto ahora sino cuando pertenecía a la Corte, he señalado exageraciones suyas, inexactitudes, imprecisiones. Pueden verse al respecto muchos salvamentos y aclaraciones de voto. Como –desde luego- es posible encontrar muchas discrepancias, bien fundadas, de mis colegas respecto a las decisiones que adopté o en las cuales participé.

 

Y no son pocos los yerros de otros tribunales, como la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado. Al fin y al cabo están compuestos por seres humanos, falibles por definición.

 

Pero eso no puede significar, como algunos piensan, que las instituciones, por cuenta de la imperfección de sus integrantes, deban verse afectadas.

 

Es natural, dentro de la polémica jurídica -inherente a la idea misma de Derecho- que no todos los participantes en una cierta decisión  -como acontece también con los espectadores de la misma o sus destinatarios-  se encuentren de acuerdo en su sentido, su contenido, sus motivaciones, su forma o sus efectos.

 

Si ello es así, de la naturaleza plural de la Corte Constitucional  -como pasa también en toda corporación pública- se desprenden la controversia doctrinaria; la diferencia de criterios; las dificultades de análisis; el enfoque diverso; en fin, la contradicción entre los conceptos existentes. Todo lo cual se resuelve mediante el método democrático de la votación.

 

En Colombia, sin embargo, eso no se ha entendido a cabalidad. Aparecen de cuando en cuando los fariseos de espíritu destructivo que, basados en el solo hecho de no estar de acuerdo con la Corte Constitucional en determinada decisión  –yo no comparto muchas, de antes y de ahora-  pretenden su extinción o el recorte de sus facultades.

 

Actitud ciega, egoísta y vana. Ciega, en cuanto desconoce el papel del juez de constitucionalidad en una democracia, cuyas determinaciones en defensa del orden jurídico y de los derechos no pueden partir de un análisis de conveniencia  y menos de las críticas o alabanzas de editorialistas o políticas sino del cotejo de normas y situaciones con las reglas fundamentales de la Constitución.

 

Egoísta, en cuanto, con invariable reiteración, han sido justamente los sectores tocados por los fallos los más ácidos críticos de la Corte cuando sus decisiones no les han convenido.

 

Vana, toda vez que apenas el  descontento de alguien no basta para restar efectos jurídicos ni prácticos a las decisiones de la Corporación ni eliminan la potestad decisoria, que ha sido conferida a ella por la propia preceptiva constitucional.

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¿CENTRO, DERECHA O IZQUIERDA?

18 Ene 2004
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Buena columna, en cuanto esquemática, la escrita en “El Nuevo Siglo” por Juan Gabriel Uribe en torno a lo que él considera son diferencias entre la centro-derecha y la  centro-izquierda, dentro de las varias opciones del espectro político.

Por supuesto, no coincido con algunas de las características anotadas por el doctor Uribe y, en consecuencia, me propongo en estos renglones expresar mis criterios, los cuales corresponden a la propia visión acerca de los temas objeto de análisis.

1) Según Uribe, en Colombia la centro-derecha prefiere los deberes frente a los derechos, y la centro-izquierda, al contrario. Mi concepto consiste en que los derechos, en especial los fundamentales, lo son y le corresponden al ser humano en razón de su dignidad, de tal manera que su respeto no es cuestión sujeta a preferencias. Tienen que ser respetados. Algo diferente es reconocer que todo derecho, como lo enseña nuestra Constitución (Art. 95), tiene un deber correlativo, y los propios derechos no pueden sacrificar el orden jurídico ni los derechos de los demás. Son relativos; no absolutos.

2) La centro-derecha –expresa Uribe- privilegia al Ejecutivo, propone el recorte al parlamento y lanza la idea del unicameralismo, mientras la centro-izquierda quiere un Legislativo más amplio, e incluso podría pensar en una democracia parlamentaria. Mi opinión –un poco diferente- se orienta hacia el adecuado equilibrio entre las ramas del poder público, y no me gusta la supremacía del Ejecutivo  -menos representativo que el Congreso- por cuanto se me parece mucho a la dictadura. Por lo que hace al recorte del Congreso y  en lo que toca con el unicameralismo, me inclino hacia un Congreso más amplio en cuanto represente genuinamente al pueblo, y estimo que hay mayores controles, frenos y contrapesos en el bicameralismo.

3) En la justicia –señala Uribe- la centro-derecha preferiría una Fiscalía adscrita al Ejecutivo, una Corte Constitucional reducida a Sala en la Corte Suprema y una tutela limitada, mientras que la centro-izquierda profundizaría su autonomía y podría proponer ampliar los cupos en la Corte Constitucional, con gentes adicionales a las disciplinas jurídicas.

No coincido con la centro-derecha. La Fiscalía debe ser autónoma y no un instrumento al servicio  del Gobierno. La Corte Constitucional, por su función superior a la del Tribunal de Casación, debe seguir siendo independiente, aunque ello –por supuesto- no significa que se incremente el número de sus magistrados, elemento accidental y puramente burocrático que sinceramente no creo que haga parte de las ideas de la centro-izquierda.  En cuanto a la tutela, no debe limitarse  –como lo pregonan los que no dan preferencia a los derechos-; por el contrario, se le debe dar mayor fuerza y eficacia, derogando por ejemplo, el Decreto 1382 de 2000 –reglamentario-, en el cual, por la puerta de atrás, el doctor Pastrana hizo una reforma constitucional contra los derechos fundamentales.

Claro está, me parecería muy grave que hiciera carrera aquello que apunta Juan Gabriel –atribuyéndolo a la derecha-  en el sentido de que la justicia “debería actuar, no como un servicio independiente, sino como un instrumento gubernamental clave”.

Definitivamente, si las cosas son como las dice Juan Gabriel Uribe, me matriculo sin dudarlo en la centro-izquierda.

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