Opinion (2310)

Es muy grave lo que pasa en algunas regiones del territorio nacional, a donde ha regresado la barbarie.
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Estamos hablando en Colombia sobre la paz, y en realidad es necesario no solamente hablar de ella sino buscarla. Así resulta del artículo 22 de la Constitución, a cuyo tenor “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.

La paz está señalada en el preámbulo de la Carta Política como uno de los valores fundamentales a cuya realización propende el ordenamiento jurídico establecido hace veinticinco años.

El numeral 6 del artículo 95 de la Constitución enuncia entre los deberes de la persona y del ciudadano el de “propender al logro y mantenimiento de la paz”.

El Presidente de la República, según el artículo 188 de la Constitución, “simboliza la unidad nacional y al jurar el cumplimiento de la Constitución y de las leyes, se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”. Entre ellos, por supuesto, la paz.

Además, el Presidente es el jefe del Estado, jefe del Gobierno, supremo comandante de las fuerzas armadas de la República y a quien corresponde “conservar en todo el territorio el orden público y restablecerlo donde fuere turbado”.

Pero es necesario insistir en que el sistema colombiano está fundado en los principios del Estado Social y Democrático de Derecho, lo que significa que los objetivos estatales –como el de la paz- deben lograrse dentro de la institucionalidad y conforme a las reglas que contempla la Constitución.

Por tanto, el hecho de que el Presidente de la República pueda llevar a cabo procesos de paz e inclusive comprometer al Estado colombiano mediante los acuerdos que suscribe en su representación, no significa que pueda acudir a cualquier medio para justificar el logro de esos propósitos.

Precisamente por ello, si el Presidente –aunque no está obligado para los aludidos efectos- convoca al pueblo a un plebiscito y formula a los votantes una pregunta, se somete a lo que vote el pueblo; debe acatar lo dictaminado por la mayoría, es decir, respetar los resultados certificados por la autoridad electoral, y obrar de conformidad. De lo contrario, la convocatoria carecería de sentido.

A la luz de este conjunto normativo -que estructura el sistema democrático y al cual está sometido, y así lo ha jurado el Presidente de la República-,  debe mirarse con objetividad lo acontecido en Colombia con el plebiscito del pasado 2 de octubre.

Como señaló la Corte Constitucional en la Sentencia C-379 de 2016, precisamente acerca el plebiscito en referencia, él tenía una finalidad: “…que el Presidente de la República conozca la opinión de los ciudadanos respecto de una política pública adelantada por su Gobierno, para dotarla de legitimidad democrática”. Por ello, “la finalidad del plebiscito es provocar un mandato político del Pueblo soberano, que se expresa directamente sobre una política que el Presidente tiene competencia, para definir el destino colectivo del Estado”.

Es decir, una vez resolvió el pueblo en el plebiscito que el Presidente convocó, debe obrar con estricta sujeción a lo resuelto en las urnas, le agrade o no. Le está prohibido burlar o ignorar ese mandato. Si lo hace, prevarica y falta a su juramento.

 

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A lo largo del presente año se han celebrado los veinticinco años de la Carta Política colombiana, puesta en vigencia por la Asamblea Nacional Constituyente el 7 de julio de 1991.

Los delegatarios fueron elegidos por el pueblo el 9 de diciembre de 1990 y representaron no solamente a los partidos tradicionales sino a nuevos movimientos, a los desmovilizados del M-19 y a las comunidades indígenas.

Allí tuvieron asiento prestigiosos  juristas y voceros políticos y populares, que,  reunidos en el Centro de Convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada, entregaron al país en un término récord de seis meses una obra de excepcional importancia, que dio un vuelco a nuestro Derecho Público y consagró principios esenciales.

Aunque es una constitución con algunos defectos formales y de técnica y, en nuestro concepto, demasiado  extensa -380 artículos permanentes y 59 transitorios, que se han venido incrementando y abultando en estos años-, lo cierto es que, yendo al fondo, por su misma concepción y por los criterios de materialidad y efectividad que prevalecieron en la configuración de su preceptiva, es un estatuto de gran amplitud democrática y de un profundo contenido libertario, respetuoso de la dignidad humana, de sus derechos y garantías, que ha sido calificado a nivel internacional como un cuerpo normativo  de vanguardia, ejemplo para varias naciones que han remozado sus instituciones tomando elementos de nuestra Carta y de la jurisprudencia sentada por la Corte Constitucional colombiana.

Su contenido, más allá de las formas, es rico en valores y principios; con un importante arraigo en la democracia; con un sentido participativo y una visión pluralista de la sociedad. Con una carta de derechos muy completa, que no solo está a la altura de los avances  alcanzados a nivel internacional, sino que supera en muchos aspectos lo conseguido en países de tradición y experiencia constitucional. Con instrumentos procesales aptos para la defensa material  y  la efectividad de los derechos contemplados y de las libertades públicas. Con reglas claras sobre los estados de excepción. Con nuevos organismos e instituciones que han permitido la proximidad entre el ciudadano del común y su Constitución, como la Corte Constitucional, un moderno sistema de control de constitucionalidad y la acción de tutela.

Establece con amplitud numerosos mecanismos de participación del ciudadano en las decisiones que lo afectan. En varias sus normas  procura  realizar valores enunciados en su preámbulo y en su parte dogmática, como la justicia, la libertad, la paz, la igualdad, el conocimiento, el trabajo, la participación, el pluralismo, la tolerancia, la reivindicación de los derechos de las minorías, la libertad de cultos, los deberes y cargas inherentes al reconocimiento de los derechos, la apertura a los avances humanitarios del Derecho Internacional y de los tratados públicos de los que Colombia es parte, el equilibrio, los frenos y contrapesos propios del Estado Social de Derecho -que delimitan y controlan el poder para evitar su concentración y abuso-. 

Una Constitución, en fin, que, a pesar de sus más de cuarenta reformas, conserva el sentido fundamental de la libertad y la justicia.

A esa Constitución le debemos merecido homenaje, y hemos de preservarla para bien de nuestra democracia.

 

(*) Ex presidente de la Corte Constitucional, Rector y Decano de Derecho de UNISINÚ en Bogotá, Director de www.lavozdelderecho.com

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