Opinion (2239)

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El Gobierno ha presentado a consideración del Congreso un proyecto de ley destinado a la expedición del Código Nacional de Policía.
 
En su conjunto, la iniciativa tiene una orientación marcadamente autoritaria y restrictiva de las libertades públicas y confiere a las autoridades de policía facultades demasiado amplias que facilitarán la arbitrariedad y que dejarán al ciudadano en indefensión.
 
El articulado no parece escrito por alguien que conozca los valores y principios de la Constitución de 1991, ni la jurisprudencia sentada por la Corte Constitucional sobre la libertad y los derechos fundamentales.
 
Los autores del proyecto supusieron equivocadamente:
 
Que cualquier autoridad de policía, por el hecho de serlo, tiene el criterio suficiente para valorar y definir asuntos tan complejos como si algo ofende o no la moralidad, si se cumplen las condiciones necesarias para la convivencia o si se requiere privar de la libertad a una persona para protegerla o proteger a terceros, y de inmediato, según ello, adoptar “las medidas que correspondan”;
 
Que el reglamento de policía tiene la misma fuerza y autoridad de la ley, y que mediante él es posible restringir o inclusive negar el ejercicio de derechos y libertades públicas;
Violando el principio de legalidad consagrado en la Constitución (Art. 6), estimaron que el reglamento de policía puede válidamente establecer prohibiciones, y que toda autoridad de policía está facultada para impartir órdenes a los ciudadanos, para “vencer la resistencia” de quien recibió las órdenes y hasta para expedir actos administrativos sin un debido proceso previo;
 
Que la ley puede introducir excepciones a la perentoria  prohibición constitucional (Art. 20) de cualquier forma de censura, y regresar a la retardataria figura de las películas prohibidas;
 
Contra lo dispuesto en los artículos 84 y 333 de la Constitución, estimaron que el reglamento puede establecer requisitos y permisos para el desempeño de actividades y empresas reglamentadas por la ley;
 
Que la libertad de locomoción puede ser limitada por las autoridades de policía;
 
Que la ley está facultada para enunciar los casos en que puede la autoridad policial desconocer la inviolabilidad de domicilio y penetrar en él sin mandamiento escrito  de autoridad judicial competente (Art. 28 C.P.);
 
Que la libertad de reunión puede ser obstruida por la decisión arbitraria de un alcalde, cuando, por el contrario, la Carta Política señala que solamente la ley y de manera expresa establecerá los casos en que se pueda limitar el ejercicio de este derecho. Nos han hecho recordar a Juan Sámano y a Pablo Morillo.
 
No creemos que la Corte Constitucional, al efectuar la revisión constitucional de esta ley –que debe ser estatutaria, según el artículo 152 de la Constitución, pues afecta derechos fundamentales- pueda declarar su exequibilidad.
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El nombre que le dimos a esta columna obedeció al reconocimiento de la situación en que se encuentra el observador -que al fin y al cabo eso es un columnista- frente a la realidad que lo circunda, en donde se entrelazan toda clase de hechos de muy distinta naturaleza –social, económica, política, religiosa, fenómenos naturales, decisiones administrativas o judiciales, relaciones internacionales, acontecimientos deportivos, entre muchos más-. 
 
Durante veinticuatro horas diarias, y a lo largo de los meses y los años, pasan muchas cosas, y ante ellas, quien escribe -con miras a expresar sus opiniones y a contribuir a su manera y desde sus posibilidades a la formación de la opinión pública- se encuentra a veces perplejo: está seguro de algunos elementos –por ejemplo, sus propios valores y principios, datos históricos o informaciones actuales-, pero no goza de certeza sobre otros, que dependen de desarrollos futuros o de las secretas u ocultas intenciones que los actores de la comedia humana guardan in pectore, o manipulan con intenciones diversas, sean ellas conocidas o desconocidas; como las verdades oficiales, que son generalmente mentiras o verdades a medias, incompletas y maquilladas.
 
Pues bien, en la columna se consignan los primeros de los enunciados elementos como certidumbres; los segundos alcanzan apenas para expresar las propias inquietudes.
 
Pero en estos años ningún hecho nos había generado tan pocas certidumbres y tantas inquietudes  como los procesos de paz, en especial el actual.
 
Algo en lo que no vacilamos ni un segundo, porque hay plena certeza: Colombia necesita adelantar un proceso de paz mediante el diálogo -porque la guerra solo ha llevado a más guerra, a muerte y a destrucción-, con el objeto de poner fin a más de medio siglo de conflicto armado. Por eso confiamos en la propuesta del Presidente Santos y la respaldamos. En la certidumbre de su necesidad y urgencia, aunque con inquietudes que hemos expresado sobre su manejo.
 
Al confiar en el Gobierno, también teníamos que confiar en que las organizaciones armadas con las que se quería dialogar estarían dispuestas y bien intencionadas. Pero poco a poco nos dimos cuenta de que esa confianza tropezaba con manipulaciones e intenciones insondables. A la inversa de lo ocurrido con el M-19, que dialogó, negoció la paz, entregó las armas y cumplió.
 
Pero con Farc y ELN, ninguna certidumbre. Sólo inquietudes. Siempre se ignoran sus verdaderas intenciones y qué hay en el fondo de sus confusas declaraciones. Con ellos todo es inseguro, terreno movedizo.
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