Opinion (2310)

 

Este  4 de febrero se cumplen veinticinco años desde el día en que se iniciaron formalmente las sesiones de la Asamblea Nacional Constituyente. Tras una corta campaña, sus integrantes habían sido elegidos por el pueblo el 9 de diciembre de 1990. Presidieron sus sesiones Álvaro Gómez Hurtado, Horacio Serpa Uribe y Antonio Navarro Wolf.
 
El proceso de conformación de la Asamblea Constituyente no había sido nada fácil. En medio de la violencia generada por el narcotráfico, los estudiantes universitarios habían conformado el Movimiento “Todavía podemos salvar a Colombia” y habían propuesto la denominada séptima papeleta, que en las elecciones de marzo, sin efectos jurídicos -pues el Registrador Serrano Rueda adujo no contar con facultades para el efecto-  pero sí con un importante efecto político, había obtenido una alta aceptación popular en el sentido de buscar una reforma constitucional por una vía distinta a la del Congreso –señalada como única en la Constitución  entonces vigente-.
 
El Presidente Virgilio Barco había hecho uso del Estado de Sitio y,  por Decreto Legislativo 927 de 1990, había autorizado la contabilización de los votos que el 27 de mayo de 1990 –día de las elecciones presidenciales- se depositaran por la convocatoria de una Asamblea Constitucional con participación de las fuerzas sociales, políticas y regionales. Un total de 4’991.887 ciudadanos votamos por el SÍ, y con esa mayoría el pueblo derogó tácitamente el artículo 13 del Plebiscito de 1957, que depositaba en el Congreso, de manera exclusiva, el poder de reforma constitucional.
 
Cumpliendo con su función, mediante proceso  iniciado  oficiosamente (control automático), la Corte Suprema de Justicia, que  ejercía como guardiana del imperio de la Carta Política de 1886, había declarado exequible el Decreto 927 de 1990, dictado por Barco.
 
El nuevo jefe de Estado, César Gaviria Trujillo, elegido ese 27 de mayo, usando el mismo mecanismo constitucional –previo acuerdo con los partidos políticos-  había proferido el Decreto Legislativo 1926 de 1990, también declarado exequible por la Corte  en su contenido fundamental. No obstante, la Corte Suprema, en el mismo fallo,  había  invalidado el temario allí señalado  como límite material a las facultades de la hasta entonces denominada “Asamblea Constitucional”. Por tanto, la Asamblea  -que sesionó en el Centro de Convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada en Bogotá- quedó investida de un poder mucho mayor que el inicialmente acordado. Su cometido institucional, en un comienzo entendido como una reforma amplia a la Constitución con miras a la paz y a modernizar el centenario estatuto de Núñez y Caro- se vio enfrentada al desafío enorme de expedir una nueva constitución y así lo hizo.
 
Fueron elegidos 70 constituyentes -25 por el Partido Liberal, 19 por la Alianza Democrática M-19, 11 del Movimiento de Salvación Nacional, 9 del Partido Social Conservador, 2 del Movimiento Unión Cristiana, 2 por movimientos indígenas  y 2 por la Unión Patriótica), quienes culminaron sus trabajos el 4 de julio de 1991. La nueva Carta, democrática, participativa y pluralista, que derogó expresamente la precedente con todas sus reformas (Art. 380), entró a regir el 7 de julio de 1991 y abrió una nueva era institucional en Colombia.
 
25 años que merecen conmemoración y balance, como lo haremos desde las universidades, en eventos académicos que ya hemos convocado.
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Cuando la Constitución de 1991 se refiere a la paz, no cobija solamente los procesos orientados a la terminación del conflicto generado por la actividad  de las organizaciones guerrilleras, aunque -desde luego- cuando el Estado inicia  diálogos y promueve negociaciones orientadas en tal sentido, está desarrollando un propósito cardinal del Constituyente,  expresado desde el preámbulo y en el articulado  de la Carta Política.
 
El alcance del concepto “paz”  es, en nuestro ordenamiento básico, mucho más amplio. Se habla de ella en el preámbulo como de un objetivo primordial del Estado, que, junto con otros -la vida, la convivencia, la igualdad, la  justicia, la libertad, el trabajo, el conocimiento-, se expone como finalidad del establecimiento de la Constitución, en ejercicio de la soberanía popular. Ello se traduce necesariamente  en un valor esencial del sistema jurídico y en un principio –como regla fundamental de comportamiento social-  que debe ser observado al aplicar las normas constitucionales.
 
Por su parte, el artículo 22 la señala como “un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Un derecho fundamental y a la vez una obligación de toda persona. La perturbación de la paz, en cualquier forma, constituye violación de derechos fundamentales y quebranta directamente la Constitución.
 
¿Cuál es la realidad de nuestra sociedad, puesta en relación con ese marco teórico? Una realidad que lo contradice y vulnera por completo. En la vida diaria de los colombianos predominan elementos que, por definición, hacen imposible la paz. Aparte del terrorismo y las mil formas de actividad delictiva, lo cierto es que convivimos –si es que a eso se le puede llamar convivencia- en medio de la desconfianza, la prevención, el insulto,  la agresividad física y verbal, las varias modalidades de discriminación, las riñas, el “matoneo” en establecimientos educativos,  para mencionar apenas algunos rasgos de comportamiento “social” profundamente arraigados en las comunidades.
 
¿Cómo puede hablarse de paz cuando –como ocurrió la semana pasada-, un energúmeno dirigente político decide golpear brutalmente a un anciano, sin que nadie intervenga en defensa del agredido? ¿Cómo puede esta sociedad soñar con la paz general del país cuando la violencia en el interior de las familias es permanente, y cuando el feminicidio se incrementa de modo alarmante? ¿O cuando la cabeza del organismo encargado de promover los derechos humanos está sindicado de acoso laboral, maltrato a los subalternos y acoso sexual?
 
Somos una colectividad que clama por la paz pero que vive a diario en un clima de violencia e  intolerancia.
 
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