Opinion (2310)

El pasado 7 de julio se cumplieron veinticuatro años de vigencia de la Constitución de 1991, que transformó para bien las instituciones del Estado colombiano; que proclamó los valores y principios tutelares de nuestra organización política; que dio forma a un sistema decididamente democrático, participativo, igualitario y pluralista; que consagró una de las más completas cartas de derechos y libertades del mundo; que estableció mecanismos judiciales idóneos para lograr la efectividad y materialización de los derechos en sus distintas modalidades.
 
Aunque el 1 de julio fue promulgada la enmienda constitucional número cuarenta (40) desde entonces, mostrando infortunadamente una reiterada tendencia de los gobiernos -que han presentado la mayoría de las iniciativas- y de los titulares del poder de reforma -Congreso- a la improvisación, persevera en lo fundamental y sostiene el Estado Social y Democrático de Derecho.
 
Desde luego, no es una constitución perfecta, y la natural evolución de la sociedad exige que las instituciones se vayan adaptando a los nuevos desafíos y a la crecientes y nuevas necesidades de la población, por lo cual es perfectamente natural que las normas constitucionales sean susceptibles de modificación y que reglas probadamente ineficaces, inaplicables o desuetas sean revisadas y actualizadas, lo que no puede aceptarse es que la Carta Política sea manipulada para lograr objetivos de corto plazo, para satisfacer intereses coyunturales de gobernantes o partidos, ni para convertir en constitucionales disposiciones que el Tribunal Constitucional declaró contrarias a la Constitución.
 
La experiencia muestra que durante estos años se han introducido reformas completamente innecesarias, no reclamadas por la sociedad, ni orientadas a solucionar problemas de fondo en la organización del Estado, y se han aprobado instituciones que al poco tiempo se han desmontado o se han vuelto a modificar, como aconteció con la reelección presidencial, con las reformas políticas de 2003 y 2009, o con las transferencias y participaciones de los recursos nacionales a favor de las entidades territoriales. Otras, como la referente a la sostenibilidad fiscal o el estatuto antiterrorista de 2003 –declarado inexequible por razones de forma-, contrarían elementos esenciales o la filosofía misma de la Constitución de 1991 o buscan hacer inaplicables las garantías o relativizar y aplazar indefinidamente la efectividad de los derechos.
 
Ha sido frecuente la aprobación de textos carentes de un hilo conductor o de una visión integral de la normatividad objeto de ajuste, dando lugar a contradicciones o vacíos. Igualmente, perdiendo de vista la naturaleza y el sentido de un ordenamiento constitucional -que debería limitarse a trazar los grandes lineamientos y las reglas básicas del sistema, sin necesidad de entrar en detalles propios de la ley, del reglamento o de las decisiones judiciales-, han llegado al extremo de incluir en la Carta normas legales y decretos puramente administrativos, elevándolos injustificadamente al máximo nivel normativo y dificultando o haciendo necesarias nuevas reformas constitucionales si se los quiere revisar. Así, en el caso del régimen pensional. 
 
El poder de reforma de la Constitución está en mora de tomar en serio su papel, evitando convertir tan trascendental facultad en mecanismo apto para "manosear" y, por esa vía, desvalorizar la preceptiva constitucional.
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Si algo se le debe reconocer al Presidente Juan Manuel Santos es su inquebrantable voluntad de lograr el cese del conflicto que tanto daño ha causado a los colombianos. El logro de una paz, así sea parcial –porque quizá nunca la conseguiremos totalmente-, objetivo al que aspira la mayoría de nuestro pueblo, aunque muchos discrepen del método.
 
Como decía Erasmo de Rotterdam, “la paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa”. Por eso, sin vacilaciones, merece apoyo el proceso de paz, aunque la conducta de las Farc y sus negociadores  en el curso del mismo desalienta al más entusiasta.
 
Ahora, por ejemplo, se sabe que el  Gobierno y la guerrilla han acordado algunas cosas con miras a un cese al fuego bilateral y definitivo, como paso previo a los acuerdos de paz.
 
 Para el efecto, han vuelto a tomar el camino del denominado “desescalamiento” del conflicto, que implica ir bajando poco a poco, disminuyendo la intensidad de las acciones de guerra, de parte y parte. Y el Jefe del Estado anuncia el establecimiento de un término de cuatro meses para llegar a los acuerdos definitivos.
 
 Ese camino se había interrumpido cuando, estando en período de cese al fuego unilateral decretado por las Farc, sus hombres dieron muerte a once miembros de la Fuerza Pública en el municipio de Buenos Aires, corregimiento de Timba –Cauca-. Eso hizo que el Presidente Santos ordenara la reanudación de los bombardeos que había suspendido; la Fuerza Aérea procedió, fueron bombardeadas varias zonas del territorio, y en los ataques perdieron la vida  numerosos guerrilleros. Las Farc decretaron el fin del cese unilateral del fuego, emprendieron de nuevo acciones terroristas contra la infraestructura energética y derramaron petróleo en carreteras y  ríos, causando un enorme desastre ecológico.
 
 Vuelven a decretar el cese al fuego unilateral,  desde el 20 de julio, pero no tenemos garantía de que respeten su palabra, ni de que cesen  los secuestros, las minas anti personas, los ataques a la población civil, los atentados contra torres de electricidad y oleoductos.
 
Difícil creerles, pero  tampoco podemos renunciar tan fácilmente al logro del objetivo. En tal sentido, no está bien precipitar una terminación abrupta de las conversaciones, ni transmitir al país la sensación de que fracasamos una vez más, y de que estos tres años se han perdido. Lo indicado es que, al menos, dejemos transcurrir el plazo señalado por Santos, en busca de una última oportunidad para la paz.
 
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